lunes, 1 de septiembre de 2014

EPILOGO


9 de octubre, catorce meses después...


—¿No hay nadie en esta casa que venga a recibir a un esposo y a un papá deseoso de besos?


Pedro, de pronto, mientras se quitaba la corbata, vio unas flechas de color rojo pegadas en el suelo y supuso que debía seguirlas. Llegó hasta el dormitorio guiado por ellas y, entonces, del vestidor salieron Olivia y Benjamin sosteniendo un paquete.


—¡Pelí pumpeanos, papi! — le dijeron los dos a la vez.


Entonces Pedro los levantó a ambos, los besuqueó y se sentaron en la cama.


—¿Y mami dónde está? —les preguntó mientras abría el paquete que sus hijos le habían entregado.


Los pequeños señalaron hacia el vestidor, pero él siguió abriendo el regalo. Justo en el mismo instante en que él terminaba de retirar el envoltorio, una música invadió el ambiente; Rosana comenzaba a cantar Respiras y yo.


Contracciones de amor, van y
vienen de ti.
Por dentro y por fuera, de
repente los latidos se
aceleran.
Empiezo a sentir que es algo
especial.
La bolsa parece papel
celofán, se rompe a la vez que
veo
escapar el mar que en tu
vientre me hacía flotar.
No sé si será esta vez, la
última o la primera,
sólo sé que hay olor a
primavera.
Me acerco a luz,
me alejo de ti,
te cambio por eso que llaman
vivir.
Me acerco a la luz, tú abres
la salida.
que me lleva a eso, a lo que
llaman vida.


Pedro sacó una prueba de embarazo del paquete, que sostuvo tembloroso entre sus manos.


Levantó la vista y allá estaba Paula, de pie en el resquicio de la puerta, mirándolo mientras se mordía un dedo expectante a su reacción.


—¿Es lo que creo? —preguntó él, abrió los ojos como platos y se quedó con la boca abierta.


Ella asintió con un movimiento de cabeza, sin decir ni mu; estaba muy emocionada, tenía un nudo en la garganta. Pedro bajó a los niños de la cama, y luego, de dos zancadas, se apoderó de la cintura de su esposa, la besó con urgencia y luego la apartó para recorrerla con los ojos, se inclinó y le besó la barriga.


—¿Estamos embarazados nuevamente?


—Sí, mi vida. ¿Estás feliz?


—Estoy flipando en colores, Paula. —Volvió a besarla y luego se apartó de su boca por unos instantes—. ¡Vengan acá! —Pedro llamó a los niños que saltaban alrededor de ellos—. ¿Saben lo que tiene mamá acá adentro? —les
preguntó mientras señalaba la barriga de Paula. Nicholas le
levantó el suéter a su madre y, entonces, Olivia dijo:
—Un bebé.


—¿Vos lo sabías? —le preguntó Pedro a su hija un tanto
extrañado, y entonces la niña asintió con su cabecita.


—Sho tamien —dijo Benjamin mientras le besaba la panza a su madre. Paula estaba desternillada de risa por la complicidad con sus hijos. Los cuatro se sentaron en el
suelo.


¿Y cómo es que yo no me había enterado? —exclamó Pedro atónito.


— Porque era tu sorpresa de cumpleaños, mi amor, y debíamos guardar muy bien el secreto hasta este día. —Paula le cogió el rostro con ambas manos, le retiró el pelo de la frente y luego lo besó—. Te amo.


—Yo más.


—Es imposible amar más de lo que yo te amo.


—Te amo igual, entonces. — Se quedaron mirándose con
verdadero sentimiento, pero los niños ya se habían puesto de pie y colgado de sus cuellos interrumpiendo sus deseos.


Entonces, Pedro, sabiendo que para lo que realmente tenía ganas debía esperar, dijo—: ¡Se han ganado una sobredosis de cosquillas! ¿A quién atrapo primeroooooo?


Los tres corrieron por el dormitorio, perseguidos por Pedro
que los amenazaba abriendo y cerrando sus manos. Atrapó a los niños y les mordió el cuello haciéndolos carcajear. Paula se cogió de su cintura y él buscó los labios de su esposa para besarlos con mucho mimo.


—Te amo. Gracias, mi amor, gracias por esta maravillosa vida —le dijo conmovido.


—Yo también te amo, Ojitos.
Gracias a vos por hacer que mis días sean los más bellos.




FIN

CAPITULO 167




Fueron tan sólo segundos, interminables segundos. Se oyó el crujido de la barandilla de la escalera, Pedro volvió la cabeza y, en ese preciso instante, vio cómo ella se desplomaba por el balcón interno de la planta superior.


El detective Noah Miller se había apostado en medio de la sala, con su chaleco antibalas y el arma en alto. Alejó de un puntapié la pistola de Rachel, se acercó a ella, le buscó el pulso en la carótida e hizo un gesto con sus manos indicando que todo había terminado.


Rachel yacía abatida en el suelo y la casa se había llenado de policías. Multitud de hombres uniformados con chalecos a prueba de balas habían irrumpido en la propiedad para hacerse cargo de la situación. Pedro ya no sentía su
hombro, del que no paraba de brotar sangre. El detective que horas antes había estado en su casa guardó el arma en la cartuchera de su axila y se acercó para ayudarlo; lo sentó en el suelo apoyándolo contra la pared a la espera de que
llegara personal médico para auxiliarlo.


—Ha sido muy estúpido lo que ha hecho, señor Alfonso. Dé gracias a que su empleado nos llamó informándonos sobre el coche de alquiler y pudimos rastrearlo por el sistema de recuperación vía satélite que poseen estos vehículos. 


—Lo trasladaremos al hospital, para curarle —le informó el médico de la ambulancia que ya lo estaba atendiendo—. De todas formas, todo parece indicar que la bala no ha impactado de lleno.


Pedro no se apartó ni por un instante de su hijo, no había manera de que pudieran arrancarlo de sus brazos; sólo pedía que avisaran a Paula de que Benjamin estaba con él y de que estaba bien.




Ana se sentó en el borde de la cama junto a su nuera y la
despertó muy tiernamente para explicarle todo.


—¿De verdad los dos están bien?


—Sí, tesoro, eso nos dijeron.
Nos explicaron que llevaban a Pedro al hospital para curarle el brazo y ya está. —Se abrazaron.



Apenas Paula se enteró de lo ocurrido, se levantó, arropó a su hija, cogió las llaves de una de las camionetas y salió despedida hacia el garaje.


Nadie pudo detenerla; con impaciencia, colocó a Olivia en la sillita de viaje y salió como un ciclón hacia el hospital donde estaban su esposo y su hijo.


Condujo casi a ciegas; la familia salió a la desbandada tras ellas, pero Paula llegó antes que nadie.


Estacionó el vehículo en una zona reservada para ambulancias, desesperada por ver a su hijo y a su esposo y constatar que ambos estaban bien. Bajó con la niña en brazos y, en la entrada de urgencias, el detective Miller la reconoció de inmediato. Las enfermeras quisieron detenerla, pero el mismo oficial, viéndola tan atormentada, le flanqueó la entrada:
—Adelante, señora Alfonso, pase.


Pedro estaba sentado en la camilla con su hijo en brazos; lo
estaban suturando. Paula se cubrió la boca y se acercó corriendo hasta ellos, sollozando embargada por la emoción. Los atrapó en un abrazo y los cuatro se quedaron así, fundidos en un emotivo instante.


—Estamos bien, mi amor, ya pasó todo. Todo terminó, Paula, tranquila, acá está tu hijo, como te prometí.


Se besaron. Paula, entonces, separándose de su hombre, besó a Benjamin y se sentó en la camilla junto a ellos.


Como un torbellino, Ana y Horacio también irrumpieron en la sala de urgencias. Nadie habría podido detenerlos. Los encontraron y abrazaron a su hijo y a su nieto interminablemente; entonces, el médico que intentaba atender a Pedro se encolerizó. Intentando poner un poco de orden, mandó que todos se retiraran para poder terminar de suturarlo, pero Pedro no pensaba permitir que sus hijos y su
esposa se apartasen de él.


—Mi mujer y los niños no se mueven de mi lado. Haga lo que tenga que hacerme con ellos aquí.


—Es usted insoportable. Si no fuera porque me acaban de explicar por todo lo que han pasado, los hacía irse de esta sala bajo su responsabilidad. ¡Dé gracias a que hoy tengo un buen día!


Cuando terminaron de coserlo, salieron los cuatro de urgencias.


Pedro llevaba el brazo en cabestrillo y parecía bastante fatigado. Sus hermanos se acercaron a abrazarlo, felices de verlos bien a él y a Benjamin.


Pero Pedro y Paula se despidieron con premura y les
informaron de que se alejarían de la ciudad para evitar a los periodistas que ya estaban como aves de rapiña en la puerta del hospital, intentado obtener información sobre lo ocurrido. En el aparcamiento, Paula colocó a los niños en las sillitas, ayudó a Pedro a subir a la camioneta y le abrochó el cinturón. No iban a quedarse ahí ni un minuto más, ya habían planeado todo. Por el camino, sonó el teléfono.


—Sí, Oscar, vamos en camino, ¿has reunido todo?


—Sí, señor, como me ordenó.


—Perfecto, nos vemos dentro de un rato.


—¿Te sentís bien, Pedro?
¿Estás seguro de que no querés ir a casa?


—No, mi amor, necesito que nos vayamos lejos los cuatro, lejos de toda esta basura.


—Pero vas a tener que declarar.


—¡Me importa una mierda,Paula! Si ella hubiera estado en una cárcel, como correspondía, todo esto no hubiera ocurrido. ¡Ahora que no me jodan con nada!


Paula le acarició los labios y él le besó la mano. Llegaron al
aeropuerto, donde Oscar los aguardaba con las maletas y con toda la documentación de ellos y de los niños.


El jet privado de la empresa ya estaba en la pista esperándolos y, en menos de dos horas, aterrizaron en Miami. Salieron del aeropuerto después de hacer los
trámites de rutina y fueron a buscar el coche que Oscar les había alquilado por teléfono.


Paula se puso al volante y encendió la radio con el fin de
distenderse un poco. En la emisora local de música latina, empezó a sonar un tema de Beyoncé a dúo con Alejandro Fernández:



Anda, dime lo que sientes,
quítate el pudor
y deja de sufrir, escapa con
mi amor.
Y después te llevaré hasta
donde quieras
sin temor y sin fronteras,
hasta donde sale el sol.
Contigo soy capaz de lo que
sea,
no me importa lo que venga
porque ya sé adónde voy.
Soy tu gitano, tu peregrino, la
única llave de tu destino,
el que te cuida más que a su
vida,
soy tu ladrón.
Soy tu gitana, tu compañera,
la que te sigue, la que te
espera.
Voy a quererte aunque me
saquen el corazón.
y aunque nos cueste la vida
y aunque duela lo que duela,
esta guerra la ha ganado
nuestro amor.
Esta guerra la ha ganado
nuestro amor.
Yo nací para tus ojos, para
nadie más.
Siempre voy a estar en tu
camino.
Alma de mi alma, corazón de
tempestad
dime por dónde ir
y después te llevaré hasta
donde quieras
sin temor y sin fronteras,
hasta donde sale el sol.
Contigo soy capaz de lo que
sea,
no me importa lo que venga
porque ya sé adónde voy.




Se miraron en silencio mientras escuchaban la letra, que les había llegado al alma. Paula le acarició la nuca y él cogió su mano y se la besó. La miró con deseo y se llevó uno de sus dedos a su boca, se lo lamió y le demostró cuánto la
deseaba.


Llegaron al apartamento,Pedro bajó las maletas y las cargó en uno de los cochecitos de los bebés.


Paula se hizo cargo de los niños y subieron hasta el ático. Los acostaron en seguida y, sin demora, fueron hacia el dormitorio principal. Ella lo desvistió con cuidado, tomando todas las precauciones para no hacerle daño en el brazo y luego se desvistió ella. Se acercó despacio hasta donde estaba Pedro, le olisqueó el cuello, que despedía aroma a Clive Christian, como siempre, y se embriagó con su fragancia. Pedro la atrapó por la nuca para apoderarse de su boca, con el brazo que tenía sano, y la besó desesperadamente, mordió sus labios y le habló sobre ellos.


—Sólo nos espera felicidad, Paula. Toda esta pesadilla ha
terminado, mi vida. Te prometo que, de ahora en adelante, sólo viviré para hacerlos felices a los tres.


—Te amo, Pedro. Vos y mis hijos son mi vida, perdón por
haberte culpado de todo en el estacionamiento.


—Chis —la hizo callar con un beso.


Luego hicieron el amor con ternura y se entregaron a las
caricias sanadoras de sus cuerpos, a la pasión que los devoraba. El tiempo se detuvo en ese instante; nada más les importaba, sólo ellos y la conjunción perfecta de sus almas y sus cuerpos. Después de alcanzar el éxtasis, se quedaron de lado, mirándose mientras los tintes rosados teñían el ambiente en el amanecer de Miami. Pedro no tenía
mucha movilidad, pero Paula le delimitaba el rostro con ternura mientras se adoraban con los ojos.
Tomándolo por sorpresa, ella se movió para besarle el pecho en el lado del corazón y luego volvió a mirarlo embobada.


—Hoy tienen vetas marrones —le dijo Pedro con una calma
inmutable y la magia del silencio se rompió, como en aquel primer despertar juntos en el Faena.


Paula frunció el entrecejo, igual que ese día, fingiendo no
entender a lo que se refería y él comprendió el juego de inmediato y lo siguió, regalándole una de esas sonrisas que nublaban la razón.


—Tus ojos, hoy tienen vetas marrones —volvió a afirmar él—. Anoche los tenías mucho más verdes —continuó.


Paula sintió correr mariposas por su cuerpo como aquella primera vez en que él se lo había dicho en el hotel en Buenos Aires. Pero esta vez no se calló como ese día; esta vez, se lo dijo a la cara y mirándolo fijamente a los ojos.


—¡Dios! ¿Cómo es posible que me seduzcas sólo con decirme que cambió el color de mis ojos?
¿Cómo es posible que sigas desatando en mí las mismas
sensaciones que aquel día?


—Son los ojos verdes más hermosos que he visto nunca —
siguió diciendo Pedro.


Paula sonrió y le recorrió el puente de la nariz con los dedos, tan perfecto y hermoso como aquella vez.


—No creía que recordaras las palabras que habías empleado ese día.


—¡Qué poca fe en su esposo, señora Alfonso!


—¿Sabés lo que pensé cuando desperté a tu lado aquella mañana y me estabas mirando?


—No, nunca me lo contaste.


—Dije para mis adentros:
«¿Qué me ha visto este hombre tan perfecto para llevarme a la cama con él?».


Pedro le guiñó un ojo y le besó la punta de la nariz con una sonrisa un tanto vanidosa. Paula se colocó sobre él.


—Pero hoy todo es diferente.
No te diré «adiós, Ojitos», porque no hay nada que pueda alejarme de tu lado.—Así es, mi amor, no hay nada sobre esta Tierra que pueda separarnos, nuestro amor es para toda la eternidad.


—Te infinito, mi amor.


—Te infinito, mi vida.

CAPITULO 166



Pedro no sabía a ciencia cierta qué iba a hacer y tampoco tenía idea de dónde buscar, pero estaba decidido a desentrañar el misterio de la desaparición de Benjamin. Sin que nadie lo advirtiera salió de la casa, él único que lo vio partir fue Oscar que le abrió el portón para que se fuera. Decidió ir directamente al domicilio de los Evans, en Sands Point, y, cuando llegó, comenzó a golpear y a tocar el timbre del portón frenéticamente.


Las luces del interior se encendieron pero nadie salió a
recibirle. Desquiciado y dispuesto a todo, se subió de nuevo al coche y derribó el portón de entrada de la vivienda con su deportivo. Entró en la propiedad como un lunático y sólo entonces el matrimonio Evans se atrevió a salir en bata a la
explanada de la mansión. Pedro derribó a Bob de un puñetazo y siguió golpeándolo en el suelo mientras le exigía que le dijese el paradero de Rachel. Estaba furioso y arremetía con ira contra él porque lo consideraba responsable directo de la situación; después de todo, él era quien le entregaba el dinero a su hija.


—¡Basta, Pedro, lo vas a matar, por favor! —le rogó Serena Evans tironeando de él. Pedro paró, se puso de pie y tropezó mirándolo desquiciado—. Ve a su casa de playa, puede que esté ahí. ¡No sabemos dónde está, te lo juro, pero debes frenarla! ¡Mi hija ya no puede hacerle más daño a nadie, por Dios!


Alex sacudió la mano, dolorida por los puñetazos y con los nudillos lastimados, pero nada le importaba. Se subió a su
magullado coche y emprendió viaje hacia Jamesport. No recordaba muy bien el camino a la finca, sólo había ido una vez a ese lugar y no le había prestado demasiada atención a la ruta. Finalmente, después de dar varias vueltas, lo encontró. En el garaje, estaba estacionado el automóvil de alquiler que lo había seguido durante la mañana. Bajó de su vehículo con discreción e intentó espiar a través de la ventana; pero las cortinas estaban cerradas.


Buscó alrededor de la casa y, al final, encontró una rendija por donde mirar. Ahí estaba Rachel, recostada en uno de los sofás, con su hijo dormido sobre su cuerpo.


Creyó que el corazón se le iba a escapar del pecho por lo fuerte que le latía. Tomó una bocanada de aire y pensó qué hacer; no sabía cómo actuar. Siguió espiando durante un rato más mientras decidía cómo proceder. De repente, Benjamin se despertó y empezó a llorar; Pedro se desesperó, pero Rachel parecía tratarlo con cariño, lo acunó en sus brazos y se levantó, quedando fuera de su campo visual. La desesperación de Pedro iba in crescendo porque no podía ver lo que aquella desquiciada mujer estaba haciendo con su hijo, pero Rachel no tardó en regresar al sofá.


Se sentó con el pequeño en su regazo y se dispuso a alimentarlo con un biberón. Ese gesto le demostró que, al menos, no tenía intenciones de hacer daño a su pequeño. No obstante, aun así debía actuar con prudencia, pues la mente de Rachel era inestable y nada le garantizaba que en determinado momento decidiera ensañarse con el niño y lastimarlo. Cogió otra bocanada de aire, fue hacia la puerta de entrada y golpeó, sin saber si estaba haciendo bien.


—¡Rachel, soy Pedro, he llegado! —Pasaron unos instantes
hasta que ella finalmente contestó.


—¿A qué has venido? ¡Vete, no queremos verte! —le gritó desde adentro.


—¿Cómo que a qué he venido?
He venido a estar contigo y con mi hijo.


—¡Vete, Pedro, nos abandonaste para irte con esa golfa,
ya no te necesitamos, estamos bien sin ti!


—¡Ábreme, Rachel, quiero veros, quiero estar con vosotros!
Después de unos cuantos intentos y de seguir probando frases que la convencieran, oyó que quitaba el cerrojo y vio que ella, lentamente, abría la puerta. Alex estiró los brazos de inmediato para coger al pequeño, necesitaba resguardarlo contra su pecho, pero Rachel se lo negó, se apartó y sacó un arma de atrás de la cintura de su pantalón.


—¡Entra! —le ordenó, mientras manipulaba el revólver.


—¿Por qué el arma? No es necesaria, Rachel, nadie va a venir a hacernos daño aquí. No me parece seguro para nuestro hijo que la manipules tan cerca de él. — Pedro intentaba hablarle con calma.


—Sé que quieren venir a llevárselo y debo protegerlo —le
espetó ella y lo miró con desconfianza—. ¡No te lo vas a
llevar! —Levantó el arma y lo apuntó.


—¡Hey, hey, Rachel! No sé quién te hizo creer eso, pero te
aseguro que lo único que anhelo es estar con vosotros. —Pedro intentó engatusarla y dio un paso al frente para acercarse, pero frenó en seguida porque ella volvió a apuntarle. Entonces, él respiró hondo y consideró apropiado darse la vuelta para ir a cerrar la puerta.


Cuando se volvió a mirarla, le sonrió con dulzura; necesitaba que confiara en él.


—Te he echado de menos, Pedro, te hemos echado mucho de menos


—Yo también os he echado de menos, Rachel. —Pedro miró hacia la mesita baja—. ¿Estabas dándole el biberón? ¿Por qué no nos sentamos y lo sigues alimentando? —Ella asintió con la cabeza, Pedro se sentó en el sofá, cogió el biberón y se lo alcanzó, pero ella todavía no estaba del todo relajada y lo rechazó. En ese preciso momento, ella vio sus nudillos ensangrentados.


—¿Qué te ha pasado? —le preguntó Rachel en un tono que
delataba una profunda preocupación.


—Nada, no es nada —le contestó Pedro quitándole hierro al asunto, no te preocupes.


—Iré a buscar algo para curarte.


—Después, Rachel, demosle de comer al bebé primero y más tarde buscas algo para vendarme.
Ven, siéntate a mi lado. —Ella negó con la cabeza—. ¿No me dejas darle el biberón? —siguió probando él, pero ella no aceptaba.


—No, es mi hijo.


—Ya lo sé, Rachel, lo sé. Es nuestro bebé.


—¿Te quedarás con nosotros?


—Por supuesto, a eso vine.
¿Me dejas cogerlo?


—No —le contestó rotundamente y movió el arma que
aún tenía en la otra mano.


—Tranquila, Rachel, no quiero que te pase nada. —Ella lo
miraba con desconfianza y analizaba sus palabras. El niño
comenzó a llorar y Pedro se puso nervioso—. Déjame que lo coja, Rachel, por favor.


Él siguió insistiendo con paciencia y suavidad hasta que,
finalmente, ella le entregó al bebé, aunque no abandonó el arma. En cuanto lo tuvo entre sus brazos,Pedro lo apretó contra su cuerpo y lo besó; Benjamin pareció reconocerlo de inmediato porque emitió unos ruiditos y le sonrió,mientras él le besuqueaba la mejilla.


—Todo va a salir bien, hijo, papá está con vos —le susurró con ternura.


Pedro cogió el biberón y se lo dio para que tomara la leche.
Rachel no les quitaba el ojo de encima a ninguno de los dos, atenta con la pistola en la mano. Pedro entonces hizo una mueca de dolor.


—¿Qué te ocurre? —le preguntó ella con aflicción.


—Me duele mucho la mano, Rachel, ¿por qué no buscas eso que me ofreciste antes para curarme? Te esperamos aquí. Ven a darme un beso antes de irte —le pidió Pedroprobando cómo engatusarla. No quería poner en peligro a Benjamin actuando de una forma demasiado heroica, así que pensó que si ella se alejaba, correría con su bebé en brazos para sacarlo de allí.
Rachel se animó mucho con la petición de Pedro y se acercó para besarlo, pero él sólo permitió que le rozara los labios; en seguida volvió a quejarse.


—¿Te duele?


—Sí, muchísimo, ve a buscar algo para vendarme la mano, por favor. Rachel accedió, se levantó llevándose consigo el arma y subió la escalera. Pedro había logrado que ella se alejara.


Sin perder más tiempo, se puso en pie para salir, se movió con rapidez, quitó el cerrojo de la puerta intentando no hacer ruido y, en el mismo instante en que se disponía a traspasar la puerta, sintió el estallido de un disparo y notó que algo impactaba en su brazo derecho y lo hacía tambalearse. El balazo le quemó la carne y empezó a ensangrentar su bíceps, pero no tenía tiempo para nada más que cubrir con su cuerpo al pequeño Benjamin y convertirse en su escudo humano. Con los ojos cerrados, esperó que ella siguiera vaciando la carga en él, pero entonces, en una ráfaga de segundos, un uniformado con máscara y chaleco antibalas abatió la puerta y se abalanzó sobre él. Después, se oyó otro disparo, que impactó sobre la pared, y acto seguido, una última detonación.