sábado, 30 de agosto de 2014

CAPITULO 162




Esa mañana, le costó alejarse de la casa. Los pequeños acababan de cumplir tres meses y él debía retomar su actividad en la empresa, reintegrarse al trabajo allí, ya que durante todo ese tiempo lo había hecho desde casa.


—La jornada va a parecerme interminable, Paula.


—A mí también, pero acá estaremos esperando a que
regreses.


Paula estaba en la terraza con los niños, el verano estaba a punto de llegar y el día era diáfano e inmejorable. La brisa que llegaba de la costa acariciaba el rostro de los bebés, que permanecían en sus cochecitos mientras Pedro los
llenaba de besos para despedirse.


Benjamin se desternillaba de risa con los besuqueos que su padre le daba en el cuello. Eran dos niños muy alegres y sanos. Cuando fue el momento de decirle adiós a la pequeña Olivia, Pedro no pudo resistir la tentación de coger en brazos a su princesa y lanzarla, jugando, al aire.



—¡Pedro, acaban de comer! — protestó Paula, pero su advertencia llegó demasiado tarde. La pequeña ya le había vomitado en la chaqueta del traje, así que se la dio a Paula y volvió al dormitorio con urgencia, para cambiarse.


Paula dejó unos instantes a los pequeños con la niñera y acompañó a su esposo hasta el garaje.


Pedro ya se había montado en su deportivo y ella se inclinó para despedirse con un beso apasionado.


—Si me desocupo al mediodía, prometo venir a almorzar
con ustedes.


—No te preocupes, mi amor, conducí con cuidado. Llamame, eso sí, porque creo que te extrañaré mucho, ya me había acostumbrado a tenerte acá con nosotros.


—Yo también os echaré de menos, porque amo esta rutina, pero poco a poco debemos retomar nuestras actividades en Mindland.
De todos modos, quiero decirte que si prefirieras quedarte en casa para criar a nuestros hijos y abandonar toda actividad, juro que no me molestaría.


—Sabés que deseo ese plan de vida, Pedro. Me tomaré un par de meses más y regresaré a la empresa, me encanta mi carrera, Pedro.


—Está bien, ya lo hemos hablado mucho y lo he entendido,
no tenés que explicarme nada más.


—Quizá por la tarde vaya a hacer algunas compras; anoche te lo comenté, ¿te acordás? Y le pediré a la señora Doreen que me acompañe, porque Diana hoy se va temprano. Es que me apetece comprar ropa nueva para los bebés;
¡crecieron tanto que todo les está quedando pequeño! Te lo recuerdo por si no lo tenías en mente.


—Sí, me acordaba, mi amor.
Bueno, bonita, intentaré venir al mediodía.


Volvieron a besarse, Pedro puso el coche en marcha y
maniobró para salir.


Paula se quedó mirando cómo se iba. Pedro tocó el claxon y contempló por el retrovisor la imagen de su hermosa esposa, que poco a poco se alejaba de su campo visual.


En el trayecto hasta la Interestatal, un coche de vidrios
tintados siguió su recorrido muy de cerca y él entonces recordó al Chevrolet Cruze de aquella mañana lejana, en que también le había parecido que lo seguían. Intentó memorizar la matrícula para pasársela a Oscar y que averiguara.


Cuando estaba a punto de entrar en el túnel Queens
Mindtown, se dio cuenta de que el automóvil había desaparecido.


Con su reincorporación en la empresa, eran muchos los asuntos pendientes que se le habían acumulado y tenía la sensación de que lo solicitaban en todas las secciones; así que le fue imposible ir a almorzar a casa.


—No te preocupes, mi amor, ya me imaginé que estarías muy solicitado hoy y no me hice ilusiones de que vinieras.


—Estoy comiendo un bocata, Paula, esto es un caos.


—Me lo imagino. Mejor no me lo cuentes, porque ya empiezo a sospechar lo que será a mi regreso.
En un rato saldré para el centro con Doreen y los niños; quizá si no se me hace muy tarde, decida pasar por la empresa para visitarte, el día está hermoso.


—Hum, me encantaría, además si me traés a los niños, podría babearlos un ratito. ¡No te imaginás cómo los extraño a los tres! A ratos, me cuesta concentrarme porque me quedo embobado pensando en ustedes.


—Hum, me estás haciendo hinchar de orgullo, haré todo lo
posible, mi cielo, pero no quiero regresar tarde.


—Perfecto, te amo.




Después de almorzar, prepararon a los niños y salieron
con Doreen hacia el centro de la ciudad. Los bebés ya estaban acomodados en sus sillitas de transporte en la parte trasera y ellas ya estaban sentadas en el interior con los cinturones puestos. Heller les abrió el portón para que se fueran.


Paula decidió ir primero a Mindland, porque Pedro estaba
desesperado por ver a sus hijos; nunca creyó que le costaría tanto reintegrarse al trabajo y apartarse de su familia. En cuanto llegaron todos se abalanzaron sobre ellos para conocer a los mellizos.


Pedro, que estaba al teléfono, oyó el bullicio y se apresuró a
terminar la comunicación para salir a su encuentro. 


Embriagado de orgullo, le arrebató los niños a Alison y a Federico, que en ese momento los tenían en brazos.


Después de auparlos, apresó los labios de su esposa para saludarla.


—¡Qué hermosos están, Pedro—le dijo su hermano.


—¿Viste? Y mirá cómo reconocen mi voz y se ríen cuando
me oyen, ¿verdad que sí? ¿Verdad que saben que soy su papá?


—Cuñado, necesitás un babero gigante. Te veo así tan paternal y me cuesta creerlo.


—Está embobado, Ali, te aseguro que yo tampoco doy
crédito.


Los cuatro se metieron en la oficina de Pedro para tomarse un café, mientras le hablaban de manera ñoña a los niños. Pedro le besó la barriguita a Benjamin y el pequeñín empezó a carcajearse con sus mimos; Olivia, por el
contrario, estaba empezando a dormirse.


—Mi amor, me parece que Benjamin necesita un cambio de
pañal —sugirió Pedro.


—Doreen tiene el bolso, dejame ir a buscarlo.


Mientras Pedro cambiaba los pañales de su hijo, llamaron a la puerta; Mandy le traía unos formularios para que firmara, así que Paula terminó de vestir a Benjamin y él se ocupó de lo que su secretaria le pedía.


—Bueno, Pedro, nos vamos, así no llego tarde a casa.


—Está bien, mi amor, gracias por pasarte un ratito para que los viera.


— Dejame que les dé unos cuantos besos a mis sobrinos antes de que se vayan —le pidió Federico.


—Y ustedes, ¿para cuándo? — preguntó Paula.


—Queremos disfrutar solos de todo este año y para el próximo encargaremos un bebé, ¿verdad, mi amor? —explicó Alison.


—Sí, así es —corroboró Federico.


— No saben lo que les va a cambiar la vida. Les aseguro que tener un hijo es lo más sublime que a una persona le pueda pasar.


Federico le palmeó la mejilla a su hermano. Le encantaba verlo tan feliz.

CAPITULO 161




Aquélla iba a ser su primera noche en casa con los niños. Al final, habían decidido poner ambas cunas en el dormitorio principal hasta que fueran un poquito más grandes, pues como había que atenderlos cada tres horas, era más cómodo y facilitaba las cosas tenerlos cerca.


Ya habría tiempo de sobra más adelante para que cada uno ocupase su dormitorio.


Pedro cambió los pañales de Olivia, que justo había terminado de tomar el pecho, mientras Paula amamantaba a Benjamin.


—Uy, uy, sí, mi princesa. Ya sé que no te gusta que te moleste,pero te has hecho cacona y papá debe limpiarte, para que esa piel tan tersa no se resienta —le hablaba Pedro con una voz ñoña, mientras le levantaba las piernitas para limpiarla.


Paula los miraba embelesada.


Pedro se desenvolvía con sus hijos de manera extraordinaria, parecía todo un experto en el cuidado de bebés. Después de cambiarla y de arroparla bien, se
sentó en el borde de la cama para darle el suplemento de leche que le habían indicado como refuerzo para su alimentación, ya que, como eran dos, la leche de Paula no era suficiente para que se alimentaran como correspondía.


—Despacio, princesita de papi, te vas a atragantar. —De
repente, Paula se quejó—. ¿Qué pasa?


—Es que Benjamin me hace ver las estrellas cuando succiona. ¡Este bandido es muy tragón!


—Estás hermosa amamantando a nuestro hijo. Sinceramente, no puedo creer cómo han cambiado nuestras vidas.


—¡Son tan bonitos, Pedro...! Y no es porque sean nuestros hijos, pero son unos bebés realmente bellos.


—Sí, lo son.


—Me siento feliz de que ambos hayan salido con el color de
tus ojos.


—A mí me hubiese encantado que tuvieran el tuyo.


Paula se estiró y le acarició la mejilla a contrapelo.


—Ahora tengo tres ojitos en casa. —Pedro se movió y la besó en los labios.


El período de cuarentena pasó y ellos ya habían aprendido a organizarse bastante bien con los niños. Todo estaba establecido al dedillo: los horarios de la comida, los del baño, los de los cambios de pañales. Los dos pequeños eran adorables y descansaban bastante bien por las noches.


Pero a pesar de lo tranquilos que eran, tanto Pedro como Paula estaban bastante agotados y tenían la sensación de no disfrutar de tiempo para ellos. Así que, después de hablar largo y tendido sobre ello, y aconsejados por el pediatra y también por Hernan y Lorena, decidieron buscar ayuda para comenzar a gozar más de la paternidad y también de su relación de pareja. Al final, optaron por contratar a una niñera para que los ayudara durante el día.


—Me siento angustiada por haber sacado las cunas de nuestro dormitorio.


—¡Hey, mi amor! Tenemos los monitores instalados correctamente. Mirá, desde acá podemos verlos y oírlos: están perfectamente dormidos.


—Lo sé, sin embargo me preocupa que ya no estén acá con
nosotros, ya me había acostumbrado.


—Pero ¡con tan hermosos dormitorios que hiciste decorar! Lo lógico es que los usen, ¿no?


—Tenés razón. —Se abrazaron.


—Además, señora Alfonso —le dijo Pedro con voz melosa, la cogió de la cintura y la oprimió contra su pecho—, su marido la extraña demasiado.


—Lo sé, yo también te echo de menos, mi amor.


Pedro la besó con intensidad.


—En ese caso, déjeme decirle, que hoy usted está irresistible con ese pantalón que lleva puesto. —Su mirada se oscureció—. Tu culo me volvió loco durante todo el día, me muero de ganas de hacerte el amor,Paula. Ella cogió su rostro entre las manos y le lamió los labios.


—Yo también quiero que retomemos nuestra actividad sexual y que sea tan intensa como antes de saber que estaba embarazada. Deseo que me hagas el amor de todas las formas en que se te ocurra hacérmelo.


Pedro la besó con urgencia, con sumo apremio, moviendo su lengua por toda su boca. Sin abandonar sus labios, la llevó hacia atrás, hasta que finalmente chocaron con la cama, entonces la tendió sobre ella y se recostó sobre su cuerpo, metió una de sus manos bajo el suéter de hilo y le acarició los senos sobre el sostén.— Estoy realmente desesperado por entrar en tu cuerpo.


Paula alzó los brazos sobre su cabeza y él levantó el suéter para quitárselo; con la palma extendida le recorrió las formas, le acarició su tersa piel y admiró aquellas curvas tan conocidas para él, pero que ese día parecían nuevas, diferentes.


Había pasado un mes y medio desde que Paula había dado a luz a los mellizos, pero su cuerpo lucía escultural otra vez, idéntico a como había sido antes, sólo que ahora tenía la huella de la maternidad, algo que él conocía muy bien porque la había acompañado en todo el proceso. La deseó como nunca, se estremeció acariciándola mientras la recorría una y otra vez con sus manos, la atrapó de la cintura y volvió a dominar el néctar de su jugosa boca, se adueñó de sus labios de terciopelo y los arrulló con su lengua mullida y sedosa.


Pedro restregaba la bragueta de su pantalón contra el de ella, para enseñarle lo duro que estaba. Llevó sus manos a la cremallera del vaquero, la bajó y se apartó para quitarle el pantalón. De pie junto a Paula, se quitó el jersey por encima
de la cabeza, desabotonó su pantalón y se deshizo de él. 


Ambos estaban en ropa interior. Paula se sentó en la cama con los pies apoyados en el suelo y le recorrió los huesos de la cadera con las manos y, cogiendo el elástico del calzoncillo, se lo bajó para liberar la sublime erección de su esposo.
Le atrapó el pene con la mano y lo apresó con la boca, le lamió la punta recogiendo una gota y lo miró mientras lo succionaba. Entonces se dio cuenta de que estaba desarmado, entregado a la caricia que su boca le proporcionaba. Pedro se inclinó y la cogió por los hombros, mientras emitía un sonido gutural. Hizo reptar sus manos de los hombros hasta la espalda y le desabrochó el sostén, la ayudó a recostarse y, con las palmas extendidas, le acarició el vientre.


Acto seguido, enganchó sus dedos en las tiras de su tanga para deslizarlas por sus muslos y Paula lo ayudó levantando sus caderas.


Pedro la miró obnubilado, la admiró desnuda, tentado por la exquisitez de su cuerpo, le acarició la pelvis con la palma de su mano, descendió lentamente y hundió un dedo en su vulva, mientras con el pulgar le rodeaba el clítoris y la hizo gritar.


Presuntuoso disfrutó de verla retorcerse de placer, sonrió con lascivia y la deseó con lujuria. La cogió por la cintura con habilidad y la hizo girar sobre la cama, la dejó boca abajo y arrodillado se inclinó para apoderarse de su espalda, le pasó su lengua por toda su extensión, lamiéndola, mordiéndola y dándole chupetoncitos sobre la
piel. La sentía más suya que nunca, él era su único dueño; Paula le pertenecía en todos los sentidos.


Sin poder resistirse más, le separó las nalgas y se hundió en su vagina, introdujo su pene y comenzó con la fricción. Ella había estirado sus brazos hacia adelante y él también estiró los suyos hasta apresar sus muñecas, mientras
seguía con el intenso vaivén de su cuerpo. La embistió, la espoleó con su sexo, mientras gemía en su oído con desenfreno.


—Te amo, Pedro —dijo ella con voz entrecortada.


—Yo también, Paula, tenerte así es glorioso.


—Te extrañaba más de lo que creía.


—Hum, sos exquisita, nena. — Pedro, embriagado con el aroma de su cuello, no dejaba de moverse. La pasión los consumía sin mesura.


Paula reptó sobre la cama, lo hizo poner de espaldas y se subió sobre él a horcajadas. Él posicionó su sexo a la entrada de su vagina y volvió a penetrarla. Ella trotó sobre él, lo cabalgó desbocada y Pedro movía su pelvis para encontrarla en cada movimiento. Ambos habían fijado su mirada en el otro y sus ojos decían mucho más de lo que sus labios podían pronunciar. Se deseaban de forma irresistible, sus cuerpos necesitaban calmar su sed de pasión. Se cogieron de las manos, Paula inclinó su cuerpo para besarlo y ella le habló sobre la boca:
—No aguanto más.


—Tranquila, preciosa, tranquila.



Pedro detuvo sus movimientos dejándola con ansiedad. La colocó bajo su cuerpo y se metió despacio en el hueco que sus piernas le dejaban. Con su miembro en su interior, la miró, le acarició los muslos y dejó escapar un quejido
audible. Después, comenzó a moverse de nuevo, a espolearla, a arremeter contra ella con más furia que antes; todas sus pretensiones de autocontrol se habían disparado.
Tenía una mano en sus caderas y con la otra le acariciaba el vientre.


—¡Voy a correrme, Pedro!


—Lo sé, mi amor, lo estoy sintiendo.


Ambos consiguieron el alivio a la vez. Paula apretó las sábanas y él se aferró a sus nalgas, le clavó los dedos en los muslos y también se dejó llevar.


Delirantes, agitados aún, se quedaron de costado mirándose a los ojos. Paula le recorría el puente de la nariz con un dedo y Pedro le acariciaba la espalda desnuda, estaban extenuados, la pasión había acabado con sus fuerzas.


—No puedo creer que nuestra vida sea tan perfecta.


—Hum, es que nuestro amor es inmenso, Paula, por eso es posible.


Miraron los monitores para cerciorarse de que ambos bebés
dormían y, entonces, Pedro cogió el cobertor y los tapó; entrelazaron sus brazos y sus piernas para entregarse también a un sueño reparador.

CAPITULO 160



Dormían profundamente, Pedro la tenía abrazada por detrás, con una mano aferrada al vientre. Paula se despertó de madrugada, se sintió mojada y de inmediato se dio cuenta de que estaba teniendo una contracción, aunque no era muy dolorosa. Entonces, reparó en que había roto aguas.


—¡Pedro! —Paula le dio un pequeño codazo—. ¡Pedro, mi amor, despertate!


—¿Qué pasa, Paula? Dormite, es de madrugada.


—Rompí aguas, Pedro.


—Bueno, dormite.


De pronto, se dio cuenta de lo que Paula le había dicho y se sentó en la cama como si le hubieran puesto un resorte y se tocó el pijama; él también estaba todo mojado.


—Chis, Paula, ¿te sentís bien?


—Sí, aún no siento dolores fuertes, pero tengo contracciones; eso fue lo que me despertó. Andá a llamar a mi mamá y avisale a la doctora de que vamos para allá;
quiero ducharme, dale, ayudame. — Pedro estaba de pie al lado del cama y se rascaba la cabeza—. ¡Pedro, reaccioná, por favor! Movete, hacé lo que te dije y andá a llamar por teléfono al resto de la familia, por favor.


—Sí, sí ahí voy. —Salió despedido del dormitorio hacia el
que Alejandra ocupaba—. ¡Ale, despertate, por favor! ¡Paula rompió aguas!


Alejandra había saltado de la cama en cuanto oyó los golpes en su puerta y abrió con premura. Ambos corrieron hacia el dormitorio principal.


—¿Estás bien, hija?


—Sí, mamá, tengo contracciones pero son leves.
Quiero darme una ducha.


—Yo te ayudo —dijo Pedro—, también necesito una porque estoy todo mojado.


—¿Llamaste a la doctora? — le preguntó Paula; Pedro estaba atontado, parecía no reaccionar.


—Ahora lo hago.


—Bueno, yo los dejo. Si quieren puedo colaborar llamando
al resto de la familia.


—No te lo tomes mal, Ale, pero quisiera avisarles yo.


—¡Cómo me lo voy a tomar mal, tesoro! Me parece muy tierno por tu parte. —Alejandra besó a Pedro en la mejilla, después abrazó a Paula conmovida y se marchó para cambiarse.


Cuando llegaron a la clínica, todos los Alfonso estaban ahí,
pues a ellos les quedaba más cerca.


La obstetra también los estaba esperando. Las contracciones, a esas alturas, ya eran más frecuentes y eran bastante más dolorosas.


Metieron a Paula en una habitación y comenzó el control previo.
Primero, la conectaron a un monitor fetal; luego, la doctora Martín Toribio le hizo un tacto y pudo comprobar que ya había dilatado un poco más de la mitad.


—Paula, ¿no quieres que te pongamos la epidural?


—No, doctora, estoy bien así, quiero sentir nacer a mis hijos.


—No seas tozuda, Paula — protestó Pedro. En ese momento, llegó una nueva contracción y ella le estrujó la mano, mientras respiraba como le habían enseñado en el curso de preparación al parto.


—Tranquilo, Pedro, todo está bien y si Paula desea parir así, no es bueno que la pongamos nerviosa.
Cuando pase la contracción, estaría muy bien que te sentaras un rato y tú, Pedro, le masajearas la espalda para que se relaje un poco. Vuelvo dentro de un rato.


Pasó otra media hora y las contracciones cada vez se volvían más intensas.


—Vale, Paula, recuéstate un momento —le pidió la ginecóloga, que había regresado—. Voy a mirarte para ver la dilatación del cérvix. Mientras se estaba recostando, llegó otra contracción más intensa.
Entonces, la doctora Martín Toribio esperó a que pasara e hizo la revisión después.


—Vale, Paula, lo estás haciendo muy bien. Recuerda que
siempre estamos a tiempo de ponerte la epidural o, si lo
prefieres, de hacer una cesárea.


—No quiero —contestó Paula de forma entrecortada mientras tenía una nueva contracción.


—Vale, vale, tranquila, no haremos nada que tú no desees.


Pedro no estaba muy de acuerdo, le parecía un sufrimiento
innecesario, pero como no deseaba que se pusiera nerviosa, no la contradecía, sólo se encargaba de acompañarla y contenerla. Él estaba sobre la cama y, cuando venía la contracción, le masajeaba la espalda y la abrazaba con fuerza respirando junto a ella, como les habían explicado en el curso prenatal. Después de esa contracción, la doctora terminó de revisarla.


—Todo está perfecto, mejor nos vamos ya para la sala de partos.
Paula, cuando venga la próxima contracción, empuja un poco; eso te aliviará bastante. —Paula estaba aferrada a Pedro y hacía lo que la doctora le indicaba—. Basta, Paula, suficiente. Nos vamos para la sala de partos, ya has empezado a coronar. Tranquila, ya queda poco, pronto tendrás a tus bebés en los brazos.


Salieron de la habitación en camilla. La familia entera se
percató de que ya la trasladaban y se acercaron a saludarla. Una nueva contracción llegó a medio camino, así que Pedro los apartó a todos de mala manera para que los dejaran caminar; estaba muy nervioso.


En la sala de partos, todo estaba preparado para recibir al
primer bebé, el varón.


—Vale, Pedro, sostén la espalda de tu esposa. Paula, cuando venga la contracción empujarás con energía y de manera continuada. Haz fuerza hacia abajo y tú, Pedrotienes que sostenerla. Ahí viene, ¡vamos, empuja!


—¡Aaaaaah!


—¡Empuja, empuja! No dejes de hacerlo hasta que sientas que la contracción se va. Bien, muy bien.
Ahora relájate, mamá, lo estás haciendo muy bien, Paula. Descansa un poco, toma aire que ahí viene la otra. Volverás a empujar igual, ¿de acuerdo? ¡Vamos, va, ahora!


—¡Aaaaaah!


—Ven,Pedro, ven a ver cómo nace tu hijo. La enfermera sostendrá a Paula. Con la próxima ya lo tendremos afuera. Toma aire y prepárate, porque ya está a punto de nacer. Cógete al potro y emplea toda tu fuerza para ayudarlo a salir.
Vamos, respira hondo que ahí viene la contracción.


—¡Aaaaaah!


—Sigue así, vamos, continúa —le indicaba la doctora.


—Dale, mi amor, ya salió la cabeza. —Pedro tenía los ojos
llorosos y estaba filmando el momento del nacimiento.


—Ahí viene la otra, vamos que con ésta ya sale —la animó la obstetra.


Paula hizo una fuerza mucho más intensa y el bebé finalmente nació. Lo sacaron y lo apoyaron en su pecho. Le entregaron unas tijeras Pedro y él, con los ojos embargados de emoción, cortó el cordón umbilical. Luego se movió y apresó los labios de su esposa, mientras sostenía la manita de su hijo. Ambos lloraban conmovidos.


Pedro tenía un nudo en la garganta, pero todavía estaba nervioso.


Rápidamente, cogieron al bebé y se lo llevaron para hacerle las primeras revisiones. Pedro estaba expectante a lo que los médicos dijeran.


—Está perfecto, su test de Apgar ha dado 9. Tranquilo, papá, su hijo está increíblemente sano — le explicó el neonatólogo a Pedro. Y entonces él volvió con Paula, que aún tenía que dar a luz a su hija.


—Benjamin está perfecto —le informó.—. Pesa 2,550 kilos.
¿Cómo estás, mi amor?


—Estoy bien, cansada, pero bien, aún tengo energía. ¡Qué
tranquilidad saber que todo va bien!


—¿Realmente te parece que vas a poder? ¿No querés aliviarte el dolor con la epidural?


—Estoy bien, mi vida, quiero sentir nacer a mi hija también.
Una nueva contracción interrumpió la conversación.


—Con la próxima contracción, empujarás un poco, Paula, para ayudarla a descender —le indicó la doctora—. Toma aire, inspira con fuerza y así preparas bien tus pulmones. Ahí viene, Paula, empuja mientras dure.


—¡Aaaaaah!


—Vale, vale, tranquila, ya es suficiente, ya ha descendido
bastante. —La obstetra también manipuló un poco su barriga para ayudar a que la niña se colocara mejor. ¿Te sientes con fuerzas suficientes, Paula?


—Sí, estoy bien —contestó fatigada, pero muy decidida.


—Perfecto, cuando venga la siguiente contracción, no empujes, tan sólo respira y, en la próxima, iremos con toda tu energía, ¿sí?


Hizo dos pujos más y un último, en que, incitada por Pedro y la ginecóloga, sacó fuerzas de donde ya no le quedaban.


—¡No puedo más, no podré!


—Una más mi vida, ¡vamos! Su cabecita ya está fuera, ¡vamos, sí que podés!


—Vale, Paula, tan sólo un esfuerzo más y todo terminará. ¡Ahí viene! ¡Empuja, mujer, que ya nace tu hija!


— ¡Aaaaaah!


El llanto de la pequeña fue casi inmediato. La pusieron en
seguida sobre el pecho de su madre y, mientras Pedro cortaba el cordón, los tres dieron un verdadero concierto de gimoteos. Se llevaron a la pequeña para hacerle las primeras evaluaciones y su test de Apgar dio 8, que también era muy bueno. Pedro estaba atento a la niña,mientras Paula expulsaba las placentas. Iban a comenzar a suturarle la episiotomía, cuando apareció Pedro con ambos bebés en sus brazos. Con la ayuda de una de las enfermeras, se los colocaron a Paula encima, que otra vez se puso a llorar de emoción.


—¡Son hermosos, mi amor! ¡Gracias! Soy el hombre más feliz de esta Tierra.


—Gracias a vos por permitirme ser la madre de tus
hijos. No puedo creer que ya estén con nosotros.


—Yo tampoco puedo creerlo, ¡son tan bonitos...!


—Ambos son igualitos a vos, Pedro.


—Paula, aún no se puede saber, están recién nacidos.


—¡Felicidades, mamá, papá! No quisiera interrumpir este idilio con vuestros hijos —les dijo la doctora—, pero tengo que coserte, Paula. Pedro, ¿por qué no vas a presentarlos en sociedad mientras yo termino aquí con esta madre tan valiente?


—¡Ya lo creo que es muy valiente! —exclamó él henchido de orgullo y le dio un beso en la boca a Paula—. Mi esposa es sumamente valiente. Te amo, ya vuelvo.


—Te infinito, mi vida, regresá pronto.


Todos estaban expectantes en la sala de espera. Ya sabían que los mellizos habían nacido y que estaban bien, porque Luciana y Hernan, utilizando sus privilegios, habían recopilado información. De improviso, por la puerta de la sala de partos, apareció Pedro con sus dos hijos en brazos y una sonrisa que ocupaba toda su cara.


Todos se abalanzaron sobre él.


Alejandra, sumamente conmovida, no paraba de llorar y de besar las manitas de sus nietos, al igual que Ana. Horacio le palmeaba la espalda a su hijo y le besaba la mejilla. Luciana lloraba emocionada abrazada a Ruben y los demás no paraban de felicitar a Pedro que estaba extremadamente feliz, exultante.


—Son idénticos a vos, mi cielo.


—No exageres, mamá, son recién nacidos.


—Pues me temo que tu madre tiene razón, Pedro, no tienen nada de Paula. La recuerdo muy bien de recién nacida —comentó Ale.