domingo, 17 de agosto de 2014
CAPITULO 119
Rachel estaba recostada en su fría celda del Metropolitan Correctional Center de Nueva York, junto a la plaza Foley y cerca del Palacio de Justicia Federal de Manhattan. El tamaño de la habitación era más pequeño que el del vestidor de su apartamento de Park Avenue South.
Las paredes eran de bloques de cemento y el suelo de linóleo. Una litera, un retrete, un armario diminuto y un lóbrego escritorio conformaban todo el mobiliario del calabozo. Allí, los días y las noches parecían no tener fin. Se sentía sofocada en esas diminutas dimensiones; la soledad abrumadora le pesaba como nunca.
El caro abogado que pagaba su padre había conseguido que no tuviese que compartir celda con nadie durante su estancia en el correccional, a la espera del juicio.
Y, aunque no había sido tarea fácil, gracias a que no tenía antecedentes penales, pudo lograr ciertos privilegios.
Rachel repasaba en su mente, una y otra vez, la noche vivida con Pedro en el apartamento de la calle Greene. Le bastaba con cerrar los ojos para poder sentir el peso de su cuerpo sobre el suyo, mientras se movía dentro de sus entrañas llenándola con su sexo. Pensar en eso la sosegaba; si aspiraba con fuerza hasta creía oler su perfume.
Se obligaba a recordar, porque no quería que esos momentos se borrasen de su mente. Y tejía un reencuentro imaginario con él, que pudiera disipar todos sus pesares.
Se imaginaba con Pedro en su casa de la playa, tendidos en la arena haciendo el amor, mientras solucionaban todos los malentendidos que, desde su punto de vista, los habían separado.
Pero hacía días que su talante presentaba algunos cambios: estaba distante, retraída, casi no hablaba, parecía no interesarse por mantener contacto con el mundo exterior.
Durante las últimas visitas, cuando sus padres habían ido a verla, les habló muy poco y, a ratos, se los quedaba mirando con los ojos vacíos. Ya no les suplicaba que la sacaran de allí ni hacía uso de las llamadas que tenía permitido hacer.
Bob y Serena Evans estaban convencidos de que Rachel se había sumido en una profunda depresión y se les partía el alma viéndola así, arruinada y acabada, pues eran muy conscientes de que no encontrarían la forma de poder liberarla. Por otra parte, su comunicación no sólo había menguado con sus padres, sino que Rachel también había dejado de lado la fluida relación con su abogado, con quien —en un primer momento y debido a su conocimiento de leyes— había intentado trazar una línea clara de defensa que la favoreciera ante las elocuentes pruebas que la
incriminaban de manera tangente e irrevocable.
Estaba ojerosa y demacrada; no quedaba ni la sombra de aquella mujer altiva y elegante, que sólo vestía marcas de diseño y miraba a todos por encima del hombro.
Ninguno de sus amigos ni amigas habían ido a visitarla, nadie parecía acordarse de la exitosa abogada que había caído en desgracia, aunque antes siempre destacara en su círculo social.
Ese día tenía visita con su abogado. Él llegó, enseñó su pase de seguridad, que lo identificaba para el ingreso, y dejó su móvil, el localizador, la billetera y demás objetos prohibidos en un armario del vestíbulo. Después caminó
hacia la sala de visitas y ordenó sus papeles. Entretanto, llegó Rachel, escoltada por un guardia, y se sentó sin mirarlo. Stephen la saludó, pero ella no emitió gesto alguno: su postura era rígida y no demostraba ningún interés en la presencia del abogado, que la visitaba para informarle de las últimas novedades sobre su causa. De pronto, levantó la vista hacia la silla de al lado, que estaba vacía, y dijo:
—Hola, Pedro, has venido a verme, mi amor.
Su tono era dulzón; en sus ojos se veía cierta emoción y en sus labios se esbozó una sonrisa. El abogado la contempló unos instantes sin entender.
—Rachel, soy Stephen —le habló.
—Hola, Stephen, gracias por conseguir que Pedro pudiese entrar.—Ella hablaba sin mirarlo, como si se dirigiera a alguien que estaba sentado a su lado—. Yo también te he echado de menos, mi amor.
Sabía que no ibas a dejarme aquí sola. Llévame contigo, Pedro — Rachel se estiró como para tocar a alguien.
—Rachel, ¿te encuentras bien? —le preguntó el abogado mientras cogía su mano.
—Mejor que nunca, con Pedro aquí todo es perfecto.
De pronto, giró la cabeza hacia la izquierda y miró con furia
hacia el final de la sala. Se puso en pie con fiereza y comenzó a gritar.
—¡¿Qué hace ella aquí?! ¡Ella me robó a Pedro, ella es la única culpable de que Pedro me abandonara! ¡¿Cómo ha conseguido entrar?! ¿Por qué, Pedro? —Volvió a dirigirse hacia la mesa—. ¿Por qué la has traído contigo?
Caminó con decisión hacia la pared del fondo y empezó a pegar puñetazos al muro de cemento, mientras insultaba y golpeaba; sus nudillos comenzaron a ensangrentarse.
—Tranquila, Rachel, te estás haciendo daño.
El letrado intentó calmarla; se aproximó a ella y probó a
sostenerla, pero Rachel parecía tener más fuerza que él. El
carcelero que estaba en la puerta se percató de que algo no iba bien allí dentro. Stephen comenzó a llamarlo sin parar para que lo ayudase, cuando ella empezó a tirar sillas contra la pared.
—¡Guardia! ¡Guardia!
—¡Perra! ¡Vete a tu país, sal de nuestras vidas, déjanos en paz! Nadie me va a robar a Pedro, ¡él es mío, él me ama!
Rachel seguía gritando y arrojando cosas contra la pared. El
oficial pidió refuerzos y, con la ayuda del abogado, intentó
controlarla, pero ella estaba muy violenta y no había forma de detenerla. Llegaron más carceleros y, entre todos, la sacaron del recinto y la llevaron a la enfermería del correccional, donde el médico de turno le aplicó un sedante. La inmovilizaron hasta que el medicamento surtió efecto en su organismo; luego, el facultativo salió a informar a su representante legal de lo que estaba ocurriendo.
Stephen Wells resolvió y actuó con prontitud, y en menos de dos horas había conseguido su traslado.
Bob y Serena Evans esperaban a su hija en el hospital adonde la habían derivado.
Ajenos a su suerte, en el apartamento de la calle Greene,
todo estaba listo para la cena. Paula estaba entusiasmada porque iban a comer todos los hermanos de Pedro con sus parejas y también Liliam, Jacob, Mikel y María Paz, que estaba en el país.
Aunque Pedro había insistido hasta la saciedad en pedir comida preparada, Paula se había tomado el día libre para cocinar ella y agasajar a sus invitados.
Estaban ya todos en la casa y,de fondo, amenizaba el ambiente una selección de temas que Pedro había elegido de Maroon5 y de Usher.
—Me encanta verte haciendo de ama de casa, mientras atendés a nuestros amigos y familiares; te queda muy bien ese papel —le dijo él al tiempo que destapaba unos vinos en la isla de la cocina—. Este apartamento nunca estuvo tan animado.
—Considerando que estamos a dos meses de la boda, debo ir ejercitándome, porque quiero que esta situación se repita muy seguido. —Se dieron un beso.
—¿Te ayudo, Paula?
—Gracias, Luciana, todo está bajo control. Hoy sos nuestra
invitada.
Su cuñada insistió y le echó una mano llevando las tapas que Paula había preparado.
—Les sienta muy bien el papel de anfitriones, hermanito. Esta faceta nueva de tu vida definitivamente te pega mucho. — Pedro le guiñó un ojo a su hermana.
Estaban terminando de cenar.
—Cuñada, debo reconocer que mi hermano tuvo suerte, tenés muy buena mano en la cocina. Sabía todo exquisito, pero esa carne al horno a la mostaza con verduras, humm, estaba para chuparse los dedos.
—Gracias, Hernan.
—Pasame la receta, Paula.
—Por supuesto, Lorena, después te la anoto.
—Y que esta cena se repita — añadió Federico—. ¿Podrás creer, Paula, que hace más de dos años que este incivilizado vivía aquí y nunca nos había invitado? —Paula le dio un casto beso en los labios, mientras le acariciaba la mejilla.
—Sobre eso estábamos hablando hace un rato en la cocina
—agregó ella mirando a los ojos a su hombre—. Nos encanta teneros aquí.
Pedro asintió mientras terminaba lo que quedaba en su
plato. Después él se levantó para descorchar varias botellas de La Grande Dame para acompañar el tiramisú que Paula estaba sirviendo. De repente, su móvil comenzó a sonar y él dejó su cometido para atender la llamada.
Paula notó en seguida que algo no iba bien, porque Pedro se alejó y se metió en el estudio para continuar hablando. Ella, desde la cocina, no apartó los ojos de él ni un instante.
Pedro parecía discutir con alguien, aunque su rostro estaba angustiado; se cogía la cabeza con la mano. Sin embargo, ninguno de los allí presentes se había percatado. Paula miró hacia donde estaban sus amigos y familiares y todos
conversaban sin prestarles mayor atención. En el preciso instante en que Pedro levantó la vista y se dio cuenta de que ella lo observaba, Paula corroboró que algo, efectivamente, no iba bien. Su hombre se había quedado helado cuando la había descubierto, así que, sin pensarlo, tiró la servilleta sobre la encimera y caminó con decisión hacia el estudio, abrió la puerta corredera y lo que alcanzó a oír fue suficiente.
—Sí, ya se ha dado cuenta; ahí viene, Jason, llámame en un rato.
Paula escuchó el nombre del abogado y se quedó de piedra.Pedro cortó la comunicación y esbozó una deslucida sonrisa, atrapó a Paula entre sus brazos y la apretó con fuerza.— ¿Qué pasa, Pedro? No me mientas, sé que algo no marcha bien... Sobre todo por la hora que es. ¿Para qué te llamó el abogado?
—Tranquila, mi amor.
Paula se separó de él y le cogió el rostro entre las manos; lo
miró a los ojos, allí donde sabía que podía encontrar la respuesta si él le mentía.
—La verdad, quiero la verdad.—Sus iris azules palidecieron,
luego los cerró.
—Rachel tuvo un brote psicótico y está internada en el
Columbia Psychiatry.
—¿Qué significa eso? ¿La van a sacar de la cárcel?
—No nos apresuremos.
Todavía tienen que probar que su estado mental no es bueno y Jason no se quedará con los brazos cruzados.
Paula había comenzado a temblar como una hoja y sus
lágrimas brotaban sin contención.
—Por favor,Pedro, por favor.
—Tranquila, mi amor, estoy acá con vos.
La tenía aferrada por la cintura y la aprisionaba con fuerza contra su pecho; intentaba infundirle confianza, aunque él estaba tan asustado como ella.
—Lo sé, pero tengo miedo. No quiero sentirme así, pero no puedo evitarlo.
Pedro la sacó de ahí y la llevó hacia la habitación sin dejar de abrazarla. Luciana y Federico notaron que algo no iba bien y se hicieron señas. Sin pensarlo, la melliza de Pedro se levantó para averiguar qué pasaba. Golpeó la puerta de la habitación.
—¿Está todo bien?
—Entrá, Luciana —le pidió Pedro y, cuando ella estuvo dentro, la puso al corriente. Paula no dejaba de temblar—. ¿Querés que llame al doctor Kessel?
—No, Pedro, no quiero hablar con él, sólo quiero estar entre tus brazos... y huir de todo mal.
El móvil de Pedro volvió a sonar.— Dejame atender, Paula,
puede ser importante. Luciana, quedate con ella.
De hecho, quien de nuevo lo llamaba era Jason Parker.
Salió de la habitación y, a esas alturas, todos se habían dado cuenta de que algo extraño estaba ocurriendo. Federico y Hernan se situaron a su lado mientras Pedro, desencajado, no paraba de hablar y de pegar puñetazos sobre la mesa. Estaba muy nervioso y el abogado sólo le hablaba en términos técnicos que no le satisfacían.
—Jason, no me vengas con toda esa palabrería barata. No
intentes que parezca algo menos grave de lo que en verdad es: eso no funciona conmigo.
—No seas drástico, Pedro. Presentaremos una moción que desestime todo lo que quieran probar.
—No me interesa lo que vayas a presentar; sólo quiero saber si dará resultado, ¡porcentajes, Jason!, ¡lo mío son los números!
—Tenemos al fiscal de nuestro lado; mañana mismo, ordenará pericias psicológicas y ya está trabajando sobre las cintas de las cámaras donde quedó registrado el incidente.
—¿Y... esas grabaciones son buenas o malas para nosotros?
—Me temo que no son todo lo buenas que quisiéramos.
—¡Mierda! Estoy esperando que me des el porcentaje de
posibilidades que tenemos de revertir esta situación. —Pedro volvió a acorralar al abogado.
—Ínfimo, no quiero mentirte.
—¿Te estoy pagando una fortuna para que me digas que esa perra no volverá a la cárcel?
—Pedro, si ella realmente está loca, a los abogados les va a
ser muy fácil demostrarlo. De todas maneras, habrá que esperar. Te estoy explicando todo esto antes de tiempo para poneros sobre aviso, para que estéis preparados. Es mi obligación hacerlo, pero aún habrá que aguardar las valoraciones de los peritos del fiscal. De ser necesario, también aportaremos los nuestros, debemos ser cautos y aguardar su evolución. Puede haber presentado desvaríos mentales pasajeros que bien podrían revertirse con una medicación determinada. Quizá sólo se trate de un desequilibrio emocional debido al encierro y eso no afecte a su poder de entendimiento como para que un juez pueda llevarla a juicio.
Sin embargo, te vuelvo a repetir, esto que ha ocurrido la beneficia porque da argumentos a su abogado para aducir que en el momento del ataque ella no estaba en pleno uso de sus facultades mentales. Ahí es donde nosotros debemos darle la vuelta a la jugada y demostrar que sí lo estaba y que hasta lo había planeado.
—Más te vale que lo logres. —Sonó como se oyó, como una
dura advertencia. Pedro estaba desencajado y repleto de ira e impotencia.
—Que no te quepa la menor duda de que intentaré utilizar todos los recursos legales que estén a mi alcance; emplearé hasta la última artimaña que exista en jurisprudencia. Por lo pronto, mañana temprano presentaré un recurso donde estipule que la institución psiquiátrica debe tratarla como una paciente de máxima peligrosidad y que deben mantenerla aislada con seguridad extrema.
—Su padre es médico, le será muy fácil conseguir beneficios de sus colegas.
—Pero también debe cumplir la ley y, si no lo hace o pretende utilizar su buen nombre para que sus colegas se la salten, terminarán todos entre rejas, porque los perseguiré y haré que el peso de la ley caiga sobre todos los implicados. ¿Quieres que hable con Paula?
— No, Jason, ahora no atiende a razones, está muy asustada.
—No es para menos. Buenas noches, Pedro, te mantendré
informado.
—Por favor.
—¡Maldita zorra loca, vas a acabar volviéndonos locos a todos! —gritó mientras tiraba su iPhone sobre la mesa.
Tras el estupor del primer momento, Paula se había
tranquilizado y había decidido que quería hacer frente a la situación.
Entendía que, pasara lo que pasase, no podía rendirse, porque el miedo la anulaba. Dejarse vencer por la histeria no la dejaba pensar con claridad, la paralizaba y ella no era así, siempre había afrontado los problemas; no iba a cambiar entonces.
Se sentaron en el salón, para que María Paz y Federico les
explicaran la situación legal de Rachel frente a los acontecimientos que estaban ocurriendo y que Pedro les había expuesto. Todos bebían el café que Alison había preparado, salvo Paula, que estaba tomándose una tila.
CAPITULO 118
Por la mañana, Pedro se levantó muy temprano. La noche anterior le había dicho a Paula que quería retomar su actividad física y que saldría a correr antes de ir a la empresa; así que se calzó las zapatillas deportivas, se puso un chándal y, mientras ella se quedaba remoloneando en la cama, se fue a trotar. Pero, en realidad, su verdadera intención era otra. Lo de salir a correr sólo había servido de excusa para Paula, porque él todavía tenía algo pendiente con Gabriel Iturbe y pensaba acabar de una buena vez con el asunto. Se dirigió hacia Broome Street, donde esperó al acecho la oportunidad de que alguien entrase en el edificio de Gabriel y, finalmente, logró colarse en él.
—Hola, Samo, ¿cómo le va?
—Había averiguado el nombre del portero y lo llamó por su nombre para que pensara que se trataba de alguien conocido y no lo detuviera.
Aun así, intentó ocultar su cara.
Subió hasta el ático, golpeó con decisión y, en cuanto se abrió la puerta del apartamento, se encontró con él. Entonces, sin mediar palabra, le encajó un puñetazo que cogió a Gabriel por sorpresa y lo hizo trastabillar.
—¡Hijo de perra! ¡No te acerques más a mi mujer! —le
espetó furioso.
—Paula aún no es tu mujer — le contestó Gabriel—. Además, si la quisieras tanto como decís, la hubieras cuidado mucho más; ¡casi la mata una de tus putas!
Gabriel se envalentonó y le lanzó un guantazo que Pedro supo esquivar muy bien, porque practicaba artes marciales y era muy diestro. ¡Cómo se atrevía a juzgar lo que él sentía por Paula!
Pedro respondió lanzándole otro puñetazo que le dio de lleno en la mandíbula y le cortó el labio: estaba furioso. Gaby cayó al suelo y Pedro, irascible y totalmente fuera de sí, se abalanzó sobre él y lo cogió por el cuello.
—¡No te metas más en nuestras vidas! ¡No sabés una
mierda de mí como para juzgarme de esa forma! ¿Quién te creés que sos para decirle a Paula las cosas que le dijiste? ¡Olvidate de que ella existe! ¿Me oíste? ¡Olvidate de mi mujer, porque Paula es mi mujer y muy pronto será mi esposa! No quiero volver a enterarme de que te acercás a ella. Si querés conservar tu salud, ni pienses en ella, porque la próxima vez no te voy a romper la boca, te voy a romper cada uno de tus huesos —le gritó furibundo.
Gabriel le atizó un puñetazo en el pómulo desde el suelo y esta vez sí acertó, pero Pedro le encajó otro en la nariz que le hizo brotar la sangre y lo dejó casi sin sentido por el dolor. Luego lo soltó, dejándolo tirado allí, y se escurrió por la
escalera.
Salió del edificio y corrió hasta el Washington Square Park.
Necesitaba serenarse, así que dio una vuelta al parque trotando y después paró un rato, para surtir de aire sus pulmones. Se compró un refresco en uno de los puestos que había por la zona y decidió regresar a casa.
En el ascensor, se dio cuenta de que tenía la camiseta salpicada de sangre, así que cuando entró en el vestíbulo del apartamento de la calle Greene, se la quitó y la enrolló en su mano. Paula ya estaba a punto de preparar el desayuno para ir luego a la empresa.Pedro entró, se le acercó, la abrazó y le dio un profundo beso; luego se fue a duchar. En el baño, se miró al espejo, pero no tenía rastros en su cara del puñetazo; mejor así, así no tenía que explicarle nada a Paula.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)