miércoles, 13 de agosto de 2014
CAPITULO 107
La cena había terminado en el Belaire y Paula estaba sentada en la sala, entre Horacio y Ana, tomando una infusión caliente. Sus futuros suegros no paraban de
mimarla desde que había llegado.
—Espero que el doctor mañana me dé el alta, no veo la
hora de regresar al trabajo.
—Calma, no te apures; tenés que reintegrarte cuando estés
repuesta del todo.
—Pedro no permitiría que fuera de otro modo —acotó Ana sin temor a equivocarse—. Por cierto, estaría bien,Horacio, que fueras limando asperezas con tu hijo, no me gusta verlos tan distanciados.
—¿Qué? ¿Cómo que vos y Pedro están distanciados? —se
extrañó Paula—. ¿No es cierto, verdad? —Horacio puso los ojos en blanco—. ¿Qué pasó? ¿Por qué no me había enterado?
—Porque son los dos muy testarudos y orgullosos, y prefieren que no te enteres para que no te sientas en medio de ambos.
—Horacio, ¿por qué están enojados, acaso es por el trabajo?
—Ay, nena, no es por el trabajo; es por lo que ha pasado con Rachel. Pedro no es un adolescente para comportarse como lo hace. No justifico lo que ella te hizo, pero mi
hijo tendría que haber previsto que su ligereza al liarse con ella podía acabar involucrando a toda la familia.
—No es que justifique que Pedro se haya tirado a Rachel, y
perdón por la expresión, pero, en realidad, creo que ella estaba obsesionada con él desde mucho antes. Cuando me disparó, fue muy clara, dijo que había esperado mucho tiempo para acercarse a él y que, ahora que Julieta había muerto, yo no iba a interponerme entre ellos. ¡Incluso me sugirió que la naturaleza había retirado del camino a Julieta sin que ella hubiera tenido que intervenir! Además, te
recuerdo que sus amenazas empezaron mucho antes, en Buenos Aires, cuando él aún ni le había hecho caso. Horacio, ella tendría que haber entendido su rechazo, lo que
ha pasado no es culpa de Pedro.
—Todo se ha mezclado, Paula, ella es la hija de mi mejor amigo.
—Creo que lo que más te duele es eso, que hayas quedado en medio de todo, pero no culpes a Pedro por la pérdida de tu amistad con él. Tu amigo defiende a su hija y es lógico, porque es su sangre.
—Me duele mucho todo, Paula, conozco a esa niña desde
que nació. Estoy muy apenado, lo siento, no la justifico, no me malinterpretes; no te enfades como Pedro.
—Te entiendo a vos y también a él.
—Pedro te necesita a su lado, Horacio, nuestro hijo te necesita.
Bob es, o fue, tu amigo, pero Pedro es de tu familia y lo será siempre.
Ya ves que Bob también hizo una elección y, por supuesto, optó por su hija —le dijo Anaa.
—Yo también elegí a mi hijo, pero tal vez si Pedro no hubiese alimentado esa obsesión que ella tenía con él...
—¿Cómo saberlo? —le interrumpió Paula—. Rachel tenía
estos planes desde hacía mucho, Horacio. Ideó las llamadas que me hacía; este desenlace lo pensó hace mucho tiempo y estoy segura de que hubiera actuado de la misma forma
con cualquiera que ella considerase que se interponía entre ambos. Mirá hasta dónde llegó que incluso se hizo con un arma; ¡sabe Dios cuánto hace que la tenía! Sólo espero que
la justicia valore eso y que pague por lo que ha hecho, porque, si no es así, no podremos vivir tranquilos.
—No puedo creer que su mente sea tan maquiavélica;
realmente me cuesta entenderlo, pero es obvio que lo planificó todo.
Hace tiempo que comprendí que no podía recriminarle eso a Pedro ni hacerlo el único responsable. Debo reconocer que necesitaba un chivo expiatorio para justificar que Bob y
yo nunca más seremos lo que éramos. Lo siento, Paula, acá la única víctima sos vos; Pedro tiene razón en eso, pero, a mi edad, el orgullo a veces es difícil de vencer.
—No, mi amor, no es la única víctima, sí la que se llevó la peor parte, pero todos nos hemos visto damnificados por este ardid.—Ana tiene razón.
—Paula palmeó la mano de su futuro suegro—. En menor o mayor medida, todos nos hemos visto involucrados en esta situación que generó la mente enferma de Rachel.
No permitas que tu orgullo te mantenga alejado de tu hijo, Horacio.
—Pero ¡Pedro es un terco que nunca escucha! ¿Por qué es tan cabezota mi hijo?
—¡Ja! ¡No tiene a quién salir! ¿Te estás oyendo? Tu hijo lleva tus genes en la sangre y no sé cuál es más tozudo de los dos —le espetó Ana, mientras estiraba su mano
por detrás de Paula y le acariciaba el cuello a su esposo. Paula sonrió.
—Prometo que, cuando Pedro vuelva, solucionaré las cosas con él.
Horacio cogió la mano de su esposa y se la apretó con fuerza, luego le dio un beso en el cabello a Paula. Cuando terminó su café, anunció que se iba a descansar; estiró sus brazos hacia adelante y se despidió de ambas dejándolas solas en la sala.
Ana y Paula aprovecharon la ocasión para definir los detalles de la boda civil que se llevaría a cabo en Los Hamptons. Su futura suegra era una experta en la
preparación de eventos, siempre le quedaban estéticamente muy bien, además de ser muy exitosos. Era tarde ya, pero Paula no quería acostarse hasta que Pedro la avisara de que su avión había llegado a París. De repente, sonó el aviso del teléfono, era un mensaje de texto de Pedro:
—Hola, mi amor, apenas estoy poniendo un pie en el aeropuerto. Cuando llegue al hotel, te llamo. Beso. Te amo.
—Gracias por avisar, yo también te amo.
Estoy definiendo con Ana algunos detalles de la boda en Los Hamptons. Espero ansiosa tu llamada, estoy deseosa de escuchar tu voz.
Pedro leyó el mensaje mientras recogía su equipaje de la cinta y sonrió radiante. Después de salir del aeropuerto y conseguir transporte, llegó al Le Bristol, un lujoso hotel de estilo palaciego en el área metropolitana de París, próximo a las tiendas y a todas las atracciones de la ciudad. Se acercó
a la recepción para que comprobaran su reserva y, entonces, el amable conserje hizo que lo acompañaran. El personal que le habían asignado le ofreció una breve visita por las instalaciones del vestíbulo, en la planta baja, donde se encontraban el restaurante y el bar, y luego lo
guió hasta la Suite Deluxe, donde se alojaría los días que estuviese en París. La habitación estaba decorada con tapicerías y cortinas de seda, cretonas y tafetanes que
armonizaban con los colores blanco, miel, limón y carmesí de sofás y colchas. El tallado de los muebles era de estilo Luis XV y XVI; los candelabros, de cristal; los tapices y las alfombras, persas. La suite contaba con una espaciosa sala de estar, una entrada independiente y un dormitorio amplio. Desde allí, se podían divisar los magníficos jardines de
estilo francés y la terraza,embellecida por macizos de flores.
El ambiente estaba perfumado con un intenso aroma a verbena y limón, proveniente de los productos de Anne Semonin distribuidos por el cuarto de baño. Sobre la mesa, una fuente repleta de frutas y agua embotellada le daban la bienvenida.
Pedro se acercó a ella y picoteó unas fresas, más por
tentación que por apetito, pues ya había desayunado en el avión.
Inmediatamente, miró su Vacheron y calculó la hora que era
en Estados Unidos; allí eran más de las tres de la madrugada, pero como le había prometido a Paula que la
llamaría, marcó el número. Él también necesitaba de forma
imperiosa escucharla. Después de que el timbre sonara tres veces, Paula contestó con voz adormilada.
—Mi amor, me quedé dormida en el sofá de la sala mientras
esperaba tu llamada.
—Hola, mi vida, dudé en hacerlo cuando calculé la hora que
era allá, pero como te lo había prometido...
—Y bien que hiciste, porque si me despertaba y veía que no me habías llamado, me iba a angustiar. ¿Cómo fue el viaje?
—Tranquilo, hubo un rato de turbulencias, pero el resto estuvo bien. Dormí unas cuantas horas, así que por ahora no tengo síntomas de jet lag.
—¿Qué tal el hotel?
—Cálido, correcto y el personal es muy amable. Mi amor,
te dejo para que descanses, voy a darme una ducha, porque dentro de un rato me encuentro con Chloé para ir a visitar los locales.
Llamame cuando salgas del médico.
—Por supuesto. Te amo, mi cielo, extrañame mucho.
—No hace falta que me lo digas, sabés de sobra que así será.
Vos también extrañame mucho.
Paula estuvo tentada de contarle el encuentro con Gabriel.
En realidad, tenía que hacerlo, de eso no cabía duda, pero pensó que no era el momento adecuado.
Decidió que lo haría cuando lo llamase al regresar de su revisión médica. Quería dejar que Pedro se relajara tras el viaje y que se ocupara de todo durante su primer día en París. Sabía que no se quedaría de buen humor cuando se
enterara, así que no quiso arruinarle el día desde el comienzo.
Respiró hondo y fue hacia la habitación; escuchar su voz le había infundido serenidad y templanza absoluta. Ahora sí podría dormir sabiendo que él ya estaba a resguardo y listo para empezar su día de trabajo. Ese hombre representaba su vida misma y había transformado todos sus anhelos.
Pedro representaba su fortaleza, el sosiego, la seguridad y el amor; a veces, incluso se asustaba de sentirlo con tanta intensidad y es que, a esas alturas, ella era consciente de que dependía mucho de él.
Pedro, por su parte, se había dejado caer en uno de los sillones de fina tapicería y se había relajado escuchándola. Tras la corta conversación que habían mantenido, se dijo que empezaría el día con buen pie.
Mientras sonreía embobado,
repasaba cada palabra que se habían dicho. La charla no había sido trascendente, y le costaba creer que sólo escuchar su voz lo hubiera dejado en ese estado de
fascinación: esa mujer era su droga, una gloria para él. Los días serían largos sin su presencia a su lado.
Pero, a pesar de eso, debía concentrarse en los negocios,
necesitaba que esos días en París fueran productivos, debía conseguir los objetivos que se había propuesto.
Su teléfono sonó mientras él estaba extasiado pensando en Paula.
Miró la pantalla e identificó que se trataba de Chloé, la atendió y quedaron en encontrarse en una hora en el vestíbulo del hotel. Ella pasaría a buscarlo.
CAPITULO 106
El miércoles por la tarde, Pedro partía hacia París en un Boeing 777 de Air France, que salía a las 18.15 horas desde el aeropuerto JFK.
Paula lo había acompañado para despedirlo: se iba durante seis días y era la primera vez que se separaban tras el ataque.
—Mañana, cuando salgas del médico, me llamás para contarme qué te dijo y no te olvides de preguntarle cuándo podremos volver a hacer el amor. —Le guiñó un ojo.
— Sí, mi amor, no te preocupes: también yo estoy
interesada en eso —se carcajearon y Alex le mordió la barbilla—. Lo que no tengo muy claro es cómo voy a hacerlo para consultarlo con Ana a mi lado, acordate de que ella me quiere acompañar.
—Buscá la manera, Paula, por favor, me urge saber cuándo
podremos retomar nuestra intimidad. Te deseo, nena.
—Yo también siento esa urgencia, Pedro. Espero que el
doctor Callinger me dé el alta ya.
—Bueno, no te apures, todo a su debido tiempo. Si tenemos que seguir esperando, esperaremos. Después de todo, mi «amiga» — dijo mientras levantaba su mano y se la enseñaba— se está portando muy bien. —Se carcajearon.
Ella le dio un sonoro beso y luego le delimitó los labios con su dedo índice.
—Ojitos, llamame en cuanto llegues a París. Mirá que voy a
estar despierta, esperando que lo hagas. —Se habían quedado abrazados; Pedro la tenía pegada a su cuerpo y ella estaba aferrada a su cuello.
—Prometo que, en cuanto pise el aeropuerto, te llamo. —Se
miraron y se olisquearon un instante más—. ¡Uf, nena! ¡Cómo nos cuesta separarnos! —Habían empezado a llamar a los pasajeros del vuelo de Pedro.
—Pero tenemos que hacerlo, debemos retomar nuestras vidas y cumplir con nuestras obligaciones.
No podemos vivir pegados, necesitamos recuperar una vida
normal, en todos los sentidos, para dejar atrás todo lo malo que nos ha pasado.
—Es cierto, tenés toda la razón, necesitamos cierta
normalidad en nuestras vidas, pero me encanta vivir pegado a vos; se me da muy bien hacerlo. — Sonrieron y se besaron—. ¿Vas a extrañarme?
—Ya estoy extrañándote —le contestó ella de forma marrullera; a Pedro le encantaba que le hablara así.
Volvieron a llamar al vuelo de Air France con destino a París y no podían estirar más la despedida.
Se besaron de manera arrebatadora y se abrazaron con
desmesura; no podían apartarse, pero tenían que hacerlo. Pedro le dio otro beso y luego la soltó, deslizó
sus manos por los brazos de Paula hasta llegar a sus manos, le lanzó un último beso al aire y empezó a caminar, alejándose de ella.
Mientras lo miraba partir, Paula se acariciaba los labios que él había poseído hasta último momento.
Pedro se dio la vuelta una última vez, antes de traspasar la
puerta, y entonces ella le gesticuló un «Te amo» silencioso, que Pedro contestó diciéndole: «Yo más».
Luego, se marchó.
Paula dio media vuelta y salió del lounge. A pesar de lo que
significaba la despedida, no podía dejar de sonreír, se sentía amada, Pedro era todo lo que alguna vez había soñado que fuera y eso la contentaba, la hacía sentir plena y dichosa. Afuera de la sala vip, Oscar la esperaba, pacientemente sentado en una de las banquetas de la terminal, para llevarla hasta el Belaire. El aeropuerto era un caos, acababan de llegar varios vuelos y la gente bullía. Le pareció oír gritar su nombre y la voz le resultó conocida, pero no le dio importancia. Siguió caminando hacia donde la esperaba Oscar; él se puso de pie para escoltarla hasta
el estacionamiento, pues Pedro le había encargado que no la dejara ni por un instante. Era imposible que no sintiera miedo después de lo que le había pasado. En ese mismo
instante, volvieron a gritar su nombre y entonces ella sí se dio la vuelta y se encontró con Gabriel Iturbe, que venía caminando desde la zona de llegadas, bastante apremiado por alcanzarla; no paraba de hacerle señas.
—Aguarde un segundo, Oscar,ya vamos.
—Por supuesto, señorita Paula, no se preocupe.
Gabriel continuó apurando su paso, hasta que llegó a su lado.
—Paula, cuando te vi, imaginé que eras una visión.
—Hola, Gabriel —le contestó ella con frialdad, sin darse por
enterada de su insinuación.
—¿Cómo estás? —La cogió por un brazo, le dio un beso en la mejilla y la estudió a conciencia de los pies a la cabeza—. Vengo de Mendoza, vi a tu hermano y me contó lo que te había ocurrido.
¿Estás bien, Paula? Me preocupé mucho cuando me enteré. En realidad, me hubiese gustado saberlo cuando ocurrió, para poder acompañarte.
—Estoy perfectamente bien, gracias; ya pasó todo.
—¡Dios! Me explicó que habías estado muy grave, estuve
llamándote —le dijo con angustia,la abrazó y ella tensó su cuerpo; Gabriel notó su incomodidad y la soltó de inmediato—, pero nunca me devolviste las llamadas.
—Lo siento, es que mi móvil se perdió y ahora tengo otro
número, uno local —le explicó ella.
—¡Ah, ya entiendo! Entonces, ¿no es que no me hayas querido contestar? —le preguntó y la miró ilusionado, pero ella no le contestó
—. Tomemos algo en el Starbucks de la terminal.
—Me está esperando el chofer —se excusó ella, aunque el
argumento resultó tonto y débil, pero fue el único que se le ocurrió.
—Paula, es sólo un café.
Ella se quedó mirándolo y él también, mientras esperaba una respuesta. Resignada y sin poder encontrar mejor excusa para rechazarlo, aceptó su propuesta. Se dio la vuelta y le pidió a Oscar que la acompañara: no quería
malentendidos con Pedro.
Caminaron hacia el local.
Oscar, como siempre muy discreto, los seguía rezagado a escasos metros y pensaba en lo mucho que se iba a disgustar su jefe cuando se enterase. De todos modos, decidió que no iba a contarle nada si no le preguntaba, pues asumía que ella lo haría. Sencillamente, no deseaba quedar como un soplón.
Paula, mientras caminaba, discurría lo mismo que Oscar y,
aunque Gabriel le hablaba, ella realmente no lo escuchaba. En su mente, sólo cabía Pedro y su reacción cuando se enterase.
Finalmente, se acomodaron en una de las mesas del café. Gabriel se pidió un frapuccino y Paula un té Earl Grey.
—¿Qué hacías en el aeropuerto?
—Vine a despedir a Pedro, que tuvo que viajar por trabajo. ¿Y vos me dijiste que venías de Mendoza?
—Mi papá no anda muy bien y aproveché un parón en el trabajo para ir a verlo.
—¿Es grave?
—Debe tener cuidado, anda con la tensión un poco alta, pero además es bastante cabezón y no se cuida. Precisamente, por eso fui, para sermonearlo y que le facilite
las cosas a mi mamá, que sólo se preocupa por cuidarlo; la está volviendo loca, pobrecita.
—Lo siento, espero que se estabilice.
Él asintió con un movimiento de cabeza.
—Y vos, ¿cómo estás? —le cogió la mano y Paula, con premura aunque sin ser muy brusca, la retiró; sabía que Oscar los observaba. En seguida, tomó el recipiente que
contenía el té y bebió un poco para disimular.
—¿Qué pasa? ¿El chofer es el informante de tu novio?
Paula lo miró, él estaba en lo cierto pero no pensaba aceptarlo.
—No entiendo a lo que te referís. Por otro lado, de ser así no habría nada que pudiera contarle más que esto —dijo y señaló con su mano las cosas que había sobre la mesa—, sólo estamos tomando un café y un té, mientras charlamos
como dos amigos.
Gabriel clavó su mirada en la de ella y Paula no pudo
sostenérsela. Acto seguido, cogió un sobre de edulcorante y fingió juguetear con él mientras lo esquivaba. Él sonrió con
resignación.
—Te pregunté cómo estabas, aunque se te ve bastante repuesta, pero mucho más delgada.
—Estoy muy bien, te lo dije antes, apenas nos encontramos y, sí, estás en lo cierto, perdí bastante peso, pero ahora estoy recuperándolo.
—Estás muy distante conmigo, no parecemos los mismos de Mendoza. —Ella no le contestó—. ¡Cuántas complicaciones te provoca ese tipo!
Paula lo miró fijamente.
—A mí no me lo parece, lo que me ocurrió no es culpa de Pedro.
No sabés el trasfondo como para poder emitir esa opinión, así que te informo de que no resulta nada correcta tu teoría.
—¿No es acertada? ¡Paula! — exclamó Gabriel y la cogió del mentón para que lo mirara—. En San Rafael, no dejabas de llorar por los rincones recordándolo, aunque te había abandonado; luego te dijo dos palabras y te engatusó de nuevo y, ahora, ¡te pegaron un tiro por su culpa!
—Dejame decirte que tu análisis de la situación es bastante
superficial. Para empezar, Pedro no me engatusó con dos palabras. Que vos creas eso realmente me ofende, pues me da a entender que me considerás una mujer muy fácil. Él
me enamora a diario, nuestra relación es un compromiso que reforzamos cada día con la inmensidad de nuestro amor, y es por eso por lo que vamos a casarnos. En segundo lugar, el disparo que recibí fue producto de la locura de una mujer despechada, una historia sin importancia que él tuvo mientras no estaba conmigo,
sólo que ella no lo asumió del mismo modo —le explicó Paula en un tono hostil.
—Lo siento, no quise ofenderte, pero es que, aunque quiero evitarlo, no puedo dejar de sentirme celoso. Paula, no puedo olvidarte. En Mendoza, me ilusioné con que lo nuestro podría ir más allá de una amistad, pero sólo te
veo pasando penas por él y vos aceptás que no te respete.
—Creo que mejor me voy, los dos estamos perdiendo el tiempo acá. Amo a Pedro y no puedo quedarme sentada escuchándote, sin pensar en que estoy faltándole al hombre que adoro. No está bien que me quede consintiendo que te me declares.
—¡Vaya, no conocía a esta Paula aguerrida! Me duele mucho que lo defiendas con tanta vehemencia. Aunque no te interese oírme, ésta es la única oportunidad que tengo para decirte lo que pienso. Paula, si hubieses estado a mi lado te hubiese cuidado con mi vida y nada de esto te hubiera pasado. Estoy enamorado de vos, te dije una vez que te esperaría y hoy vuelvo a repetírtelo. Estoy seguro de que él te defraudará de nuevo. El hombre con quien estás no tiene un buen historial con las mujeres, no sabe asumir compromisos profundos con nadie.
—No sé de dónde sacaste algo así, creo que vos y Pedro no se conocen lo suficiente como para que afirmes todo eso.
—Ordené que lo investigaran, no te enojes —volvió a coger su mano; ella no podía creer lo que estaba oyendo—, porque creo que necesitás saber con quién estás.
Creeme, él no te conviene, es un niño bonito que sólo sabe seducir y dejar a las mujeres con las que sale; si no mirá cómo enloqueció a esa que terminó disparándote. Paula, te
quiero bien y debo prevenirte: ese hombre no te conviene.
—Lo siento, Gabriel, no quiero ser grosera. Acepté venir
porque creí que habías entendido que vos y yo sólo podíamos ser amigos, pero si vas a insinuarte y, por si fuera poco, atreverte a hablarme con tanto desparpajo de Pedro, creo que es mejor que me vaya.
Paula se puso de pie y él le cogió la mano. Se quedaron
mirando.
—¿Me das tu teléfono? —Ella clavó sus ojos en él, pero no le contestó y apartó la mano—. ¡Esperá, Paula! —Gabriel extrajo de su billetera una tarjeta de presentación y un bolígrafo; garabateó con premura su dirección y se la entregó—. Por favor, quiero que tengas mi dirección por si
necesitas cualquier cosa. No estás sola en Nueva York, me tenés a mí para lo que necesites.
Ella no dijo nada pero aceptó la tarjeta que él le puso en la mano, luego salió del lugar. Gabriel no intentó retenerla. Paula fue hacia la salida y él se quedó observándola
alejarse mientras se acariciaba el pelo.
«Sé que es cuestión de tiempo. Voy a esperarte, hermosa, él te va a desencantar de nuevo y ahí voy a estar yo para consolarte y ofrecerte mi amor.»
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