viernes, 29 de agosto de 2014

CAPITULO 159




Hacía una semana que Alejandra había llegado de Mendoza y estaba instalada en la casa de Great Neck, para hacerle compañía a su hija, pero esa mañana había quedado en encontrarse con Ana para ir a almorzar. Los Alfonso también habían dejado temporalmente Los Hamptons y se habían instalado en el Belaire para estar más cerca mientras esperaban el nacimiento de los mellizos, ya que era muy
factible que no llegasen a término.


Paula ya había pasado de las 37 semanas y media de gestación y ese día se sentía hastiada en la casa, así que se fue al vestidor, se arregló y llamó a Oscar, que no tardó en aparecer en el salón de la casa.


—Necesito que me lleve hasta la empresa, Oscar. —El empleado dudó, sabía que ella debía hacer reposo y que su jefe se iba a enfadar con él, pero no podía desautorizar a Paula.


—No lo tome a mal, pero... ¿quiere que avise al señor de que vamos para allá?


—De eso se trata, Oscar, quiero sorprenderlo. Estoy bien, no se preocupe, sólo será un rato.


Llegaron a Madison Avenue y Oscar la ayudó a descender del coche y le abrió la puerta de la entrada del edificio.


—¿Quiere que la acompañe hasta arriba?


—No es necesario, Oscar, muchas gracias por todo. Puede
regresar, porque volveré con Pedro.


—Perfecto, señora.


—Y no haga trampa ahora que me aparto de usted, no le avise de que estoy subiendo.


—¿Cómo podría hacer eso?


—Es lo que siempre hace, Oscar, sé que le cuenta todo. —Él se ruborizó—. No se aflija, está bien que cuide su trabajo.


Paula desapareció tras la puerta y el conserje, al verla entrar, se aproximó para saludarla y acompañarla hasta el ascensor.


—Muchas gracias, Charlie.


Llegó hasta el piso de Mindland y entró en la recepción
con su tarjeta.


—¡Señora Paula, qué sorpresa!


—Hola, Marjorie.


—¡Guau, qué panzota!


—¿Viste? Primero llegan mis niños y después entro yo. —Paula se carcajeó y la recepcionista también—. Luego te veo.


Entró en la sala de las oficinas y Alison y Mandy la vieron de
inmediato; ambas salieron raudas de sus despachos para saludarla.


—¡Paula, por Dios! Hace sólo una semana que no te veo, pero tu barriga es un fenómeno.


—¿Viste, Ali? Ya pesan casi 2,200 kilos cada uno.


—Está hermosa, señora Paula.


—Gracias, Mandy. —Alison estaba acariciándole la barriga
cuando los niños se movieron.


—¡Se han movido!


—Todo el tiempo, Alison, aunque su ajetreo no es tan intenso como antes, pues ya casi no tienen espacio. Dame tu mano, Mandy, para que los sientas.


—¡Oh, qué maravilla! Tener esos niños en su vientre es, sin
duda, una gran bendición.


—Así es, Mandy. ¿Pedro está?


—Sí, señora, está con la ingeniera Marshall. ¿Desea que la
anuncie?


—No es necesario.


—Perfecto, señora, en ese caso voy a seguir con mis
actividades.


—Adelante, Mandy, te veo antes de irme.


—Estaba pensando en enviarte al mensajero con unas cosas que tenés que firmar —le explicó Alison—, pero ya que estás acá te las alcanzo después, ¿te parece?


—Perfecto.


Paula caminó despacio hasta la entrada de la oficina de Pedro y, cuando estaba a punto de entrar, advirtió que se carcajeaban y se quedó escuchando en la puerta. Se oía cierto bullicio, aunque sin mucha claridad. Finalmente,
decidió abrir la puerta y lo hizo con sigilo. Entonces, pudo ver que estaban mirando unos planos que reposaban sobre la mesa de la oficina. Pedro estaba de espaldas, con los codos apoyados en la mesa, y la ingeniera estaba apoyada con descaro en su hombro, mientras le enseñaba algo. Sin poder ni querer disimular su rabia, entró y golpeó la puerta al cerrarla. Pedro se giró de inmediato y, al ver que era ella, empalideció. Paula se lo quería comer, de sus ojos salían chispazos, estaba furiosa y se le notaba.


—Paula, mi amor, ¿qué haces aquí?


—¿Me contáis el chiste, así me río con vosotros?


Pedro se acercó a la entrada para recibirla; la quiso guiar hacia los sillones, sin hacer caso al comentario, y le dio un beso en la boca.


—¡Qué sorpresa, mi amor!


—Sí, una sorpresa enorme, ¿verdad? Ya me he dado cuenta de que no me esperabais. No quiero sentarme, Pedro, ¿qué estabas haciendo?


—Estábamos mirando con Ruth los planos del proyecto de
Boston y de East Hampton.


—¿Ah, sí? No se notaba que estuvierais trabajando; hubiera
jurado que, cuando entré, Ruth te estaba contando un chiste: primero,por la cercanía a tu oído, y segundo, por cómo te reías. —La ingeniera Marshall tenía las mejillas rojas de vergüenza y Pedro no sabía qué decir, pues Paula, en parte, tenía razón o, al menos, eso era lo que le había parecido.


Paula se acercó a la mesa, a revisar los planos.


—¿Por qué no me lo cuentas a mí también, Marshall? Quiero reírme tanto como se estaba riendo mi esposo, una dosis de risas dicen que es siempre curativa o que, por lo menos, puede atenuar la mayoría de nuestros males, aunque yo no estoy enferma. ¿Amor, quizá te sentías mal y la ingeniera te estaba haciendo risoterapia?


—Bueno, Paula, ya está bien.


—Me voy, Pedro —dijo Ruth —, luego seguimos. Lo siento,
Paula, no malinterpretes nada, por favor, me siento triste y
avergonzada.


—Haces bien en sentirte así.


—Ruth, no tienes por qué sentirte así, no estábamos haciendo nada malo, sólo estábamos trabajando en un marco cordial; las sonrisas no son algo infame en una oficina.


—Estás preciosa con tu barriga, Paula, me alegra verte bien. Te pido disculpas si mi actitud te ha ofendido. Yo me encargo de cancelar las reservas, Pedro.


—Perfecto.


La ingeniera se fue y los dejó solos. Paula rodeó el escritorio y se sentó en el sillón de Pedro.


—¿Qué haces acá? Deberías estar haciendo reposo.


—Claro, así no te estropeo nada, ¿verdad?


—No seas necia.


—¿Tanta cara de estúpida tengo?


Estúpida estás siendo por ponerte de ese modo.


—Perdón, acabo de entrar y veo a mi esposo flirteando con una empleada, ¿te parece estúpido que te llame la atención? —Se quedaron mirando desafiantes—. ¿Sabés qué? Creo que tenés razón, querido; por lo visto, soy una estúpida por estar en casa a punto de parir a tus hijos y dejar que vos estés acá coqueteando con tu empleada.


—Paula, sólo nos estábamos riendo.


Claro... y tenía que apoyarse así en vos, porque se estaban carcajeando, ¿no?


—Es suficiente, no creo que tenga que justificarte nada.


—¿Suficiente? ¡Y una mierda! ¿Qué reservas iba a cancelar Ruth?


—Íbamos a salir a almorzar.


—¡Qué bien! Mirá vos, ¡para comer conmigo en casa nunca tenés tiempo! Perfecto, andate a almorzar con ella, no hace falta que anule las reservas. —Paula se levantó decidida a salir de ahí, pero Pedro la cogió del brazo.


—Paula, es trabajo.


—¿Trabajo? ¡Y una mierda! Yo no trabajo de esa forma. Sos un descarado.


—Si tuviese algo que ocultar, no lo tendría acá dentro, donde sé que podría entrar cualquiera de la misma forma en que lo hiciste vos. No seas tonta, mi amor, te estás poniendo mal sin sentido.


—No me gustó entrar y encontrarte en esa actitud de
absoluta confianza con ella. Si hubiera sido al revés, tampoco te hubiera gustado. Sé que estoy gorda y deformada y que ya ni cosquillitas te provoco. —Paula se echó a llorar y él quiso abrazarla, pero ella lo apartó—. ¡Dejame, estoy enojada!


—Basta, Paula, te amo, no seas boba. Estás hermosa con esa panza, ¿podés sacarte esas ideas de la cabeza?


—Me amás, pero cuando entré tendrías que haber visto tu cara: te pusiste pálido de golpe. Si no tenías nada que ocultar, ¿por qué reaccionaste así?


—Tenés razón, quizá en ese momento tomé conciencia de que no era una situación agradable para tus ojos. Te pido disculpas, pero te juro que no tengo nada que ocultarte. Perdoname, mi amor.


—Estoy harta de perdonarte estas cosas. Deberías poner más distancia con tus empleados. No me parece normal entrar acá y ver que ella y vos tienen tanta familiaridad.
Además, Pedro, otra persona hubiera golpeado, así que no hubiera advertido lo que yo vi.


—¡Paula, por favor!


—¿Qué tenés con esa golfa? ¿Ya te la follaste?


—Paula, es mi empleada.


—Yo también lo era y me recontrafollabas, ¿o ya te olvidaste?


—Paula, nuestra historia nada tiene que ver con esto. Yo estaba enamorado de vos. Basta, nena, no quiero que llores más. Asumo que acabás de ver una situación atípica y te pido disculpas. Además, te prometo que no volverá a pasar,
pero no imagines cosas que no son, te lo ruego.


—Sos un desvergonzado y un fresco. —Paula le estaba gritando con los dientes apretados.


—Tenés razón, tenés razón en todo, pero jamás pasó por mi mente pensar en ella de otra forma. Es sólo una empleada, te lo juro, Paula.


— Vine a buscarte para que almorzáramos juntos y resulta que vos ya tenías plan.


—Perdón, te prometo que iré todos los mediodías a almorzar a casa, si es lo que querés. Soy un desconsiderado, tenés razón; vivimos cerca y bien podría hacer ese esfuerzo.


—¡Basta de darme la razón como si estuviera loca!


—Bueno, ¿y qué querés que haga? Asumo mi error, lo estoy
haciendo. —Paula se desplomó en el sofá—. ¿Qué pasa? ¿Acaso te sentís mal?


—No, pero me pesa la panza. —Hizo un mohín y Pedro se acercó para ponerle uno de los almohadones en la espalda; se sentó a su lado, la abrazó y le dio besos en el cuello—. No me engatuses, Pedro.


—Sí, quiero hacerlo, necesito que me perdones. —Se inclinó para besarle el vientre.


Le costó trabajo convencerla, pero finalmente ella cedió.


—Voy a arreglarme, debo de tener toda la cara llorosa.


—Estás hermosa.



Salieron de la oficina para almorzar, pero Alison los
interceptó en el camino.


—No te vayas, Paula, fírmame esto que te pedí. —Se sentaron en la sala y Paula puso su rúbrica en todos los papeles. Pedro, mientras tanto, le indicó a Mandy que le pasara cualquier llamada a su teléfono, porque no pensaba regresar.


Cuando estaban a punto de salir a la calle, Federico los detuvo.


—¡Qué bien que los encuentro acá! Y juntos, mucho mejor. Traigo una muy buena noticia.


—¿Qué sucede, Federico? — preguntó Paula intrigada.


—¿Saben lo que es esto?


Pedro cogió la carpeta y leyó lo que decía en la tapa.


—Novedades del juicio por los embriones.


—Sí y no pueden ser mejores: el juez ha fallado a tu favor. No hay nada que tus exsuegros puedan hacer. Pedro estaba muy feliz, se había sacado un gran peso de encima. Él y Paula finalmente se fueron a almorzar; la noticia que Federico les había dado había disipado por completo todo su mal humor y consiguieron pasar una tarde hermosísima.


Después del vendaval de aquel día, Paula se presentaba en la oficina sin avisar, pero nunca volvió a ocurrir algo como lo que había presenciado esa mañana. Incluso, en una ocasión, encontró a Pedro de nuevo con Ruth Marshall
trabajando en unos planos, pero la situación entre jefe y empleada era absolutamente correcta.

CAPITULO 158



Habían salido de la consulta.


Todo iba bien y el embarazo avanzaba a la perfección. 


Paula y Pedro caminaron hacia el aparcamiento, mirando obnubilados las imágenes de sus hijos; la ginecóloga había hecho unas capturas de sus rostros y se las había impreso.


Subieron al coche y se pusieron en camino hacia Great
Neck.— No puedo creerlo, Pedroeste embarazo no deja de
sorprendernos.


—Aunque abrigaba esperanzas de que fuera una parejita, te juro que pensaba que no sería posible. ¿Estás feliz?


—Muy feliz, llamaré al decorador para definir ya el empapelado de las habitaciones.


Pedro le acarició el vientre, mientras estaban parados en un
semáforo. Paula no dejaba de mirar las imágenes.


—Aunque sólo son ecografías, se nota que son muy bonitos. ¡Me está entrando una ansiedad, Paula!


—¡Qué papá tan baboso...! Tendrías que haberte visto la cara cuando descubriste a tu niña.


—Presiento que me pondré muy celoso con ella.


—Creo que el niño tiene tus labios. Por cierto, ahora que ya
sabemos su sexo, no podemos seguir diciéndoles bebés,
deberíamos decidir ya sus nombres.


—Yo tengo un nombre de niña que me gusta mucho, me gustaría que nuestra hija se llamase como vos.


—No, Pedro, si querés de segundo nombre, como vos llevás
el de tu padre, pero elijámosle otro.
Quiero que ellos tengan su propia identidad. —Se estiró y le acarició la nuca—. ¿Te parece bien?


—Pero tu nombre me encanta.


—Pensemos otro, por favor, ¿o vos querés que el niño se llame Pedro?


—No me molestaría, aunque... pensándolo bien, tenés razón.


Llegaron a la casa y Paula se sentía bastante fatigada, así que se quitó la ropa y se recostó en el sofá del salón. Pedro trajo unas almohadas para que estuviera más
cómoda y, mientras se las colocaba, entró la señora Doreen.


—Permiso, señor. Señora Paula, ¿cómo la han encontrado?


—Todo está muy bien, gracias.


—Ya sabemos el sexo de ambos bebés —intervino Pedro
mostrándose muy entusiasmado.


—¿Se han dejado ver?


—Sí, Doreen, por fin, ¡son un niño y una niña!


—¡Ah, señor, señora, felicidades! Ahora podrán definir
los colores de las habitaciones de los niños.


—¡Uf, cómo te conocen, mi amor! Es de lo que vino hablando todo el camino, Doreen.


—¡Pobre Doreen! Es que esta semana la volví loca pidiéndole su opinión.


—A mí me encanta cuidarla, señora, conversar con usted me fascina.


—Sí, pero reconozco que estuve bastante obsesiva y
preocupada por no poder definir los colores de los dormitorios y sé que te aburrí en más de una oportunidad.


—Usted sabe que no es así. — Paula extendió su mano y la señora Doreen se la estrechó—. ¿Desean que les prepare la comida ya?


—Yo ya me voy, prepare únicamente la de la señora —dijo
Pedro y Paula hizo un puchero—. Sabés que tengo una reunión, bonita, no me pongas esa cara.


—Lo sé, pero pensé que quizá tendríamos tiempo para comer juntos. ¿A qué hora es la reunión?


Pedro miró la hora en su Tourbillon Saphir, levantó la vista
y le dijo a la señora Doreen:
—Si hay algo rápido para comer, me quedo.


—Sí, señor, en seguida les cocino algo rapidito. —La
empleada se retiró y los dejó solos.


—Gracias, mi amor. ¿Puedo pedirte algo más? No me mires así, no es nada descabellado. Ya sé que últimamente estoy insufrible, pero esta vez sólo se trata de que me alcances el Mac, quiero conectarme con Ana y con mamá para
contarles lo de los bebés y enviarles las fotos.


Pedro se inclinó, le dio un beso y fue en busca del ordenador.


Ambas abuelas, vía Skype, se enteraron de la noticia a la vez.


Estaban superemocionadas. Ale, de paso, les confirmó que viajaría la semana siguiente y les pasó el día y la hora en que llegaba para que fueran a esperarla. Después de almorzar, y de consentirla un poco más con besos, masajes y muchos mimos,Pedro se fue.


—¿Vas a extrañarnos?


—Por supuesto. Regresaré en cuanto me desocupe.


—De acuerdo. Yo intentaré contactar con los decoradores por lo del empapelado, y luego intentaré trabajar un poco desde acá.


Se besaron y se despidieron.


Pedro partió en su Alfa.


Desde que Paula estaba en casa, Oscar se quedaba siempre allí, por si ella se sentía mal y había que trasladarla a la clínica.


Al llegar a la Interestatal, le dio la sensación que un Chevrolet Cruze negro con los vidrios tintados lo había acompañado durante todo el camino y le pareció extraño.


Aminoró la marcha y dejó que lo adelantara, pero entonces el vehículo se perdió de su vista. Más tranquilo, siguió su camino hacia la reunión de negocios que tenía.