lunes, 1 de septiembre de 2014

CAPITULO 167




Fueron tan sólo segundos, interminables segundos. Se oyó el crujido de la barandilla de la escalera, Pedro volvió la cabeza y, en ese preciso instante, vio cómo ella se desplomaba por el balcón interno de la planta superior.


El detective Noah Miller se había apostado en medio de la sala, con su chaleco antibalas y el arma en alto. Alejó de un puntapié la pistola de Rachel, se acercó a ella, le buscó el pulso en la carótida e hizo un gesto con sus manos indicando que todo había terminado.


Rachel yacía abatida en el suelo y la casa se había llenado de policías. Multitud de hombres uniformados con chalecos a prueba de balas habían irrumpido en la propiedad para hacerse cargo de la situación. Pedro ya no sentía su
hombro, del que no paraba de brotar sangre. El detective que horas antes había estado en su casa guardó el arma en la cartuchera de su axila y se acercó para ayudarlo; lo sentó en el suelo apoyándolo contra la pared a la espera de que
llegara personal médico para auxiliarlo.


—Ha sido muy estúpido lo que ha hecho, señor Alfonso. Dé gracias a que su empleado nos llamó informándonos sobre el coche de alquiler y pudimos rastrearlo por el sistema de recuperación vía satélite que poseen estos vehículos. 


—Lo trasladaremos al hospital, para curarle —le informó el médico de la ambulancia que ya lo estaba atendiendo—. De todas formas, todo parece indicar que la bala no ha impactado de lleno.


Pedro no se apartó ni por un instante de su hijo, no había manera de que pudieran arrancarlo de sus brazos; sólo pedía que avisaran a Paula de que Benjamin estaba con él y de que estaba bien.




Ana se sentó en el borde de la cama junto a su nuera y la
despertó muy tiernamente para explicarle todo.


—¿De verdad los dos están bien?


—Sí, tesoro, eso nos dijeron.
Nos explicaron que llevaban a Pedro al hospital para curarle el brazo y ya está. —Se abrazaron.



Apenas Paula se enteró de lo ocurrido, se levantó, arropó a su hija, cogió las llaves de una de las camionetas y salió despedida hacia el garaje.


Nadie pudo detenerla; con impaciencia, colocó a Olivia en la sillita de viaje y salió como un ciclón hacia el hospital donde estaban su esposo y su hijo.


Condujo casi a ciegas; la familia salió a la desbandada tras ellas, pero Paula llegó antes que nadie.


Estacionó el vehículo en una zona reservada para ambulancias, desesperada por ver a su hijo y a su esposo y constatar que ambos estaban bien. Bajó con la niña en brazos y, en la entrada de urgencias, el detective Miller la reconoció de inmediato. Las enfermeras quisieron detenerla, pero el mismo oficial, viéndola tan atormentada, le flanqueó la entrada:
—Adelante, señora Alfonso, pase.


Pedro estaba sentado en la camilla con su hijo en brazos; lo
estaban suturando. Paula se cubrió la boca y se acercó corriendo hasta ellos, sollozando embargada por la emoción. Los atrapó en un abrazo y los cuatro se quedaron así, fundidos en un emotivo instante.


—Estamos bien, mi amor, ya pasó todo. Todo terminó, Paula, tranquila, acá está tu hijo, como te prometí.


Se besaron. Paula, entonces, separándose de su hombre, besó a Benjamin y se sentó en la camilla junto a ellos.


Como un torbellino, Ana y Horacio también irrumpieron en la sala de urgencias. Nadie habría podido detenerlos. Los encontraron y abrazaron a su hijo y a su nieto interminablemente; entonces, el médico que intentaba atender a Pedro se encolerizó. Intentando poner un poco de orden, mandó que todos se retiraran para poder terminar de suturarlo, pero Pedro no pensaba permitir que sus hijos y su
esposa se apartasen de él.


—Mi mujer y los niños no se mueven de mi lado. Haga lo que tenga que hacerme con ellos aquí.


—Es usted insoportable. Si no fuera porque me acaban de explicar por todo lo que han pasado, los hacía irse de esta sala bajo su responsabilidad. ¡Dé gracias a que hoy tengo un buen día!


Cuando terminaron de coserlo, salieron los cuatro de urgencias.


Pedro llevaba el brazo en cabestrillo y parecía bastante fatigado. Sus hermanos se acercaron a abrazarlo, felices de verlos bien a él y a Benjamin.


Pero Pedro y Paula se despidieron con premura y les
informaron de que se alejarían de la ciudad para evitar a los periodistas que ya estaban como aves de rapiña en la puerta del hospital, intentado obtener información sobre lo ocurrido. En el aparcamiento, Paula colocó a los niños en las sillitas, ayudó a Pedro a subir a la camioneta y le abrochó el cinturón. No iban a quedarse ahí ni un minuto más, ya habían planeado todo. Por el camino, sonó el teléfono.


—Sí, Oscar, vamos en camino, ¿has reunido todo?


—Sí, señor, como me ordenó.


—Perfecto, nos vemos dentro de un rato.


—¿Te sentís bien, Pedro?
¿Estás seguro de que no querés ir a casa?


—No, mi amor, necesito que nos vayamos lejos los cuatro, lejos de toda esta basura.


—Pero vas a tener que declarar.


—¡Me importa una mierda,Paula! Si ella hubiera estado en una cárcel, como correspondía, todo esto no hubiera ocurrido. ¡Ahora que no me jodan con nada!


Paula le acarició los labios y él le besó la mano. Llegaron al
aeropuerto, donde Oscar los aguardaba con las maletas y con toda la documentación de ellos y de los niños.


El jet privado de la empresa ya estaba en la pista esperándolos y, en menos de dos horas, aterrizaron en Miami. Salieron del aeropuerto después de hacer los
trámites de rutina y fueron a buscar el coche que Oscar les había alquilado por teléfono.


Paula se puso al volante y encendió la radio con el fin de
distenderse un poco. En la emisora local de música latina, empezó a sonar un tema de Beyoncé a dúo con Alejandro Fernández:



Anda, dime lo que sientes,
quítate el pudor
y deja de sufrir, escapa con
mi amor.
Y después te llevaré hasta
donde quieras
sin temor y sin fronteras,
hasta donde sale el sol.
Contigo soy capaz de lo que
sea,
no me importa lo que venga
porque ya sé adónde voy.
Soy tu gitano, tu peregrino, la
única llave de tu destino,
el que te cuida más que a su
vida,
soy tu ladrón.
Soy tu gitana, tu compañera,
la que te sigue, la que te
espera.
Voy a quererte aunque me
saquen el corazón.
y aunque nos cueste la vida
y aunque duela lo que duela,
esta guerra la ha ganado
nuestro amor.
Esta guerra la ha ganado
nuestro amor.
Yo nací para tus ojos, para
nadie más.
Siempre voy a estar en tu
camino.
Alma de mi alma, corazón de
tempestad
dime por dónde ir
y después te llevaré hasta
donde quieras
sin temor y sin fronteras,
hasta donde sale el sol.
Contigo soy capaz de lo que
sea,
no me importa lo que venga
porque ya sé adónde voy.




Se miraron en silencio mientras escuchaban la letra, que les había llegado al alma. Paula le acarició la nuca y él cogió su mano y se la besó. La miró con deseo y se llevó uno de sus dedos a su boca, se lo lamió y le demostró cuánto la
deseaba.


Llegaron al apartamento,Pedro bajó las maletas y las cargó en uno de los cochecitos de los bebés.


Paula se hizo cargo de los niños y subieron hasta el ático. Los acostaron en seguida y, sin demora, fueron hacia el dormitorio principal. Ella lo desvistió con cuidado, tomando todas las precauciones para no hacerle daño en el brazo y luego se desvistió ella. Se acercó despacio hasta donde estaba Pedro, le olisqueó el cuello, que despedía aroma a Clive Christian, como siempre, y se embriagó con su fragancia. Pedro la atrapó por la nuca para apoderarse de su boca, con el brazo que tenía sano, y la besó desesperadamente, mordió sus labios y le habló sobre ellos.


—Sólo nos espera felicidad, Paula. Toda esta pesadilla ha
terminado, mi vida. Te prometo que, de ahora en adelante, sólo viviré para hacerlos felices a los tres.


—Te amo, Pedro. Vos y mis hijos son mi vida, perdón por
haberte culpado de todo en el estacionamiento.


—Chis —la hizo callar con un beso.


Luego hicieron el amor con ternura y se entregaron a las
caricias sanadoras de sus cuerpos, a la pasión que los devoraba. El tiempo se detuvo en ese instante; nada más les importaba, sólo ellos y la conjunción perfecta de sus almas y sus cuerpos. Después de alcanzar el éxtasis, se quedaron de lado, mirándose mientras los tintes rosados teñían el ambiente en el amanecer de Miami. Pedro no tenía
mucha movilidad, pero Paula le delimitaba el rostro con ternura mientras se adoraban con los ojos.
Tomándolo por sorpresa, ella se movió para besarle el pecho en el lado del corazón y luego volvió a mirarlo embobada.


—Hoy tienen vetas marrones —le dijo Pedro con una calma
inmutable y la magia del silencio se rompió, como en aquel primer despertar juntos en el Faena.


Paula frunció el entrecejo, igual que ese día, fingiendo no
entender a lo que se refería y él comprendió el juego de inmediato y lo siguió, regalándole una de esas sonrisas que nublaban la razón.


—Tus ojos, hoy tienen vetas marrones —volvió a afirmar él—. Anoche los tenías mucho más verdes —continuó.


Paula sintió correr mariposas por su cuerpo como aquella primera vez en que él se lo había dicho en el hotel en Buenos Aires. Pero esta vez no se calló como ese día; esta vez, se lo dijo a la cara y mirándolo fijamente a los ojos.


—¡Dios! ¿Cómo es posible que me seduzcas sólo con decirme que cambió el color de mis ojos?
¿Cómo es posible que sigas desatando en mí las mismas
sensaciones que aquel día?


—Son los ojos verdes más hermosos que he visto nunca —
siguió diciendo Pedro.


Paula sonrió y le recorrió el puente de la nariz con los dedos, tan perfecto y hermoso como aquella vez.


—No creía que recordaras las palabras que habías empleado ese día.


—¡Qué poca fe en su esposo, señora Alfonso!


—¿Sabés lo que pensé cuando desperté a tu lado aquella mañana y me estabas mirando?


—No, nunca me lo contaste.


—Dije para mis adentros:
«¿Qué me ha visto este hombre tan perfecto para llevarme a la cama con él?».


Pedro le guiñó un ojo y le besó la punta de la nariz con una sonrisa un tanto vanidosa. Paula se colocó sobre él.


—Pero hoy todo es diferente.
No te diré «adiós, Ojitos», porque no hay nada que pueda alejarme de tu lado.—Así es, mi amor, no hay nada sobre esta Tierra que pueda separarnos, nuestro amor es para toda la eternidad.


—Te infinito, mi amor.


—Te infinito, mi vida.

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