martes, 19 de agosto de 2014

CAPITULO 125



No se veían desde el día anterior, cuando ante una jueza y los familiares y amigos más íntimos habían celebrado la boda civil y la cena preboda en casa de los Alfonso en Los Hamptons. Ese día, al terminar el evento, Paula se fue a dormir con sus amigas a casa de Luciana y Pedro se quedó ahí,con el resto de su familia y los invitados especiales que habían llegado con antelación para los diferentes acontecimientos.
.

Ya no tenían que esperar más, el día tan soñado había llegado.


Desde la mañana, Paula y sus damas de honor se instalaron en una de las suites del Plaza, al igual que Pedro y sus padrinos. Tras prepararse durante todo el día para la gran boda, había llegado el momento de encontrarse. El único contacto que habían tenido durante esa jornada había sido telefónico, para contarse lo que estaban haciendo y dedicarse palabras amorosas; ambos estaban ansiosos por verse. Era la hora y ya estaban listos. 


Antes de que su hija saliera de la habitación en busca de Pedro, Alejandra se fundió en un abrazo con ella.


—Mi amor, sé que serás muy feliz. Te adoro.


—Te amo, mamá, en un rato nos encontraremos para las fotos.
¡No puedo creerlo, llegó el día! No quiero llorar, mami, así que mejor me voy ya.


El encuentro se llevó a cabo en una de las majestuosas escaleras de mármol del hotel, que había sido adornada con infinidad de flores blancas.Pedro estaba de espaldas al final de la escalinata y Paula empezó a bajar con su traje y su ramo de novia para posar para las fotos y las cámaras de vídeo.


Parecía una princesa. Llevaba un vestido con una larga cola de organza de seda, de diez capas superpuestas, con un escote palabra de honor bordado con flores de tela y plumas, al igual que el bajo de la vaporosa y enorme falda. Su estrecha cintura estaba rodeada por un cinturón de cordellate íntegramente bordado con cristales y piedras preciosas. Llevaba el cabello semirrecogido, con ondas
muy marcadas y una tira de piedras enredadas entre los amplios rizos.


Le temblaban las piernas, estaba muy nerviosa y, cuando lo
vio parado ahí, de espaldas, creyó que se caería redonda en ese mismo instante.Pedro se giró cuando el fotógrafo y el camarógrafo lo ordenaron y se quedó patitieso. No podía creer lo maravillosa que estaba Paula. Esperó a que llegase al final y, en ese instante, como si ambos hubieran escapado de un cuento de hadas, él le extendió su mano, se la besó y se fundieron en un abrazo.


—Mi amor, estás... hermosa.—Las palabras no le alcanzaban para describir todo lo que sentía—.Dejame verte. —La cogió de la mano y la hizo girar—. Parecés una reina, sos mi reina; se me puso la piel de gallina cuando te vi bajar.
Abrazame fuerte porque no puedo creer que haya llegado ya el día, nuestro día.


—Vos también estás muy hermoso, tanto que tu belleza es una falta de respeto para el sexo masculino, mi vida. ¿Te dije alguna vez que rozás el pecado con tanta hermosura acumulada? —Se rieron, luego Paula se acercó a su oído y le dijo—: Me ponés muy caliente en ese chaqué. —Ella aprovechó y llenó sus fosas nasales con su perfume, ese que la había embriagado desde que lo conoció.


Pedro se rió, echó su cabeza hacia atrás mientras sostenía a
Paula por la cintura y volvió a acercarse a su oído.


—No me digas eso, nena, porque me dan ganas de llevarte a mi habitación y hacerte mía. —Se rieron con complicidad.


Aunque los fotógrafos y los cámaras no podían oír de qué
hablaban, porque ellos lo hacían entre susurros, tomaron miles de imágenes del momento y de las expresiones y miradas que ambos se regalaron. En sus ojos, se notaba el amor infinito que se profesaban.


Luego la familia y todo el cortejo nupcial posaron junto a los
novios. Cuando los profesionales consideraron que había suficientes imágenes de la pareja, volvieron a separarse, no antes de pasar para hacer unas tomas dentro del gran salón, que lucía majestuoso con la decoración que los diseñadores habían ideado. Antes de despedirse, y bajo la atenta mirada de todos sus seres queridos,Pedro le dio un beso a Paula que la dejó sin aliento.


¡Estaban tan felices...!


La terraza del gran hotel Plaza también estaba lista para recibir a los invitados a la boda. Una selección de música instrumental de Richard Clayderman y Kenny G, especialmente elegida por Paula, daba la bienvenida a todos. La sorpresa al entrar en la sala de ceremonias era general. Habían colocado un altar espectacular, diseñado especialmente para los novios, decorado con más de cuatro mil ramas de orquídeas y hortensias blancas, maravillosamente dispuestas. En ese marco tan romántico, los invitados tenían la sensación de estar rodeados de una armoniosa naturaleza. Las miles de velas votivas dispuestas en la entrada, a lo largo del pasillo central y a los pies del altar, conferían al ambiente un toque novelesco, exclusivo y único.


Aunque, desde el día anterior, habían experimentado una intensa maratón, los organizadores y el personal del Plaza tenían todo a punto para que la ceremonia saliera a la perfección.


Pedro esperaba ansioso y expectante el instante en que
sonasen los acordes con que se suponía que debía entrar; eso le indicaría que Paula también estaba próxima a hacer su aparición, aunque, según su criterio, todo estaba demorándose más de la cuenta.— ¿Por qué tarda tanto? ¡Si ya estaba lista! —preguntó Pedro a sus padres en voz alta, en tono impaciente.


—Tranquilo, hijo, deben de estar dándole tiempo a los invitados rezagados —intentó calmarlo Horacio.


Pedro acariciaba su barbilla con desenfreno, demasiado
nervioso con tanta espera. No podía estarse quieto: se arreglaba las mangas, se tocaba los gemelos y los ojales, miraba la hora... Estaba muy impaciente.


—¡Relajate un poco, Pedro! Me estás poniendo nerviosa a mí —le pidió Ana.


Por fin llegó el momento y empezó a sonar una versión
instrumental de Todo lo que hago lo hago por ti; entonces, por la puerta lateral entraron el oficiante de la boda, Pedro, su madre y su padre.


—Mamá, me tiemblan las piernas, en mi vida me he sentido
así.


—Tranquilo, mi tesoro, todo saldrá maravillosamente bien.
Respirá hondo y disfrutá. Es tu momento y el de Paula, grabá cada instante en tu memoria y no te prives de nada.


Alejandra también estaba en su sitio esperando y le tiró un beso a su yerno, con quien, la noche anterior, había mantenido una extensa, cálida y emotiva charla, en la mansión de Los Hamptons. Pedro le devolvió el gesto con un guiño de ojo y una sonrisa nerviosa. Todos los allí presentes vestían de gala.


Pedro tomaba bocanadas de aire continuamente; por el
pasillo central de la terraza del Plaza, donde se había montado la escenografía para la ceremonia, empezaron a aparecer Daiana, Carla, María Paz, Mariana y Luciana, las damas de honor de la novia. Junto a ellas, entraron Matias, Ezequiel, Mikel, Hernan y Federico, los padrinos de honor del novio, con el acompañamiento de Mozart, Canon in D.


Cuando todos estuvieron situados, la música cambió y sonó
Trumpet Tune, de Purcell. En aquel momento, entró Clara, sobrina de Paula, que era la encargada de esparcir pétalos por delante de ella hasta llegar al altar, donde Pedro la
esperaba anhelante.


Cuando la pequeña se colocó junto a Ale, comenzaron a sonar los primeros acordes de la marcha nupcial y todos se pusieron en pie.


En pocos segundos, el recinto se había llenado de emoción y expectación. Pedro creyó que se quedaría sin aire; jamás pensó que podría sentirse así: él siempre había sido dueño absoluto de su aplomo, pero el amor que sentía por esa mujer lo superaba.


Paula entró del brazo de su hermano. Estaba increíblemente hermosa y también muy emocionada; a duras penas podía contener el temblor de su barbilla.


Para sorpresa de Pedro, se había puesto otro vestido. Entonces, él entendió la tardanza. No le quitaba los ojos de encima, no quería perderse ningún detalle de aquella belleza de película que iba a encontrarse con él para prometerse, por fin, amor eterno.


El atuendo que Paula había elegido para casarse era un
exquisito modelo con un canesú de encaje transparente, íntegramente bordado con aplicaciones de finos cristales Swarovski. Las mangas translúcidas llegaban hasta los codos y estaban rematadas con el mismo bordado. La prenda dejaba ver el vestido interior, con un escote palabra de honor que permitía vislumbrar el fino y fruncido corpiño. El canesú terminaba en la cintura con un cinturón decorado por los mismos y delicados cristales. La abertura de la espalda llegaba hasta la cintura y dejaba al descubierto su tersa piel.
Era un vestido majestuoso. La falda vaporosa, con una larga cola, estaba realizada en tafetán, organza de seda y el mismo encaje del canesú y se entremezclaba en ocho capas, que le daban a Paula el aspecto de una princesa de cuento.
Su impecable silueta quedaba realzada por los fruncidos que se marcaban en la cintura. Aunque no se veían, sus zapatos eran de Giuseppe Zanotti y tenían un vertiginoso tacón de aguja, también revestido de brillantes cristales
Swarovski; eran fabulosas piezas de joyería.
De su peinado, definido con muchísimas ondas y recogido
informalmente en la nuca, salía un larguísimo velo de dos capas, realizado en organza de seda bordada. Los tres metros y medio de tela partían de una delicada peineta con aplicaciones de la misma pedrería que el vestido.


Paula era una novia de ensueño.


Complementaban su atuendo unos pendientes de diamantes que habían sido de su abuela materna y que su madre le había regalado. También llevaba puesta la pulsera con que Pedro le había sorprendido para la ocasión. En su temblorosa mano, cargaba un exquisito ramo de orquídeas y lirios de los valles.


Estaba perfecta, inmaculada y radiante.


Pedro se estremeció y creyó estar teniendo una alucinación
cuando la vio entrar con ese espectacular vestido. Temía que el corazón se le parase. La esperaba de pie con las piernas ligeramente abiertas para encontrar un poco más de equilibrio, ya que sintió que se tambaleaba de la emoción. Tenía uno de sus brazos detrás de la cintura y, con esa postura, parecía un caballero de antaño. Con un nudo en la garganta, pensó que Paula no sólo era una novia bellísima, sino que, además, era la mujer de sus sueños.


El aspecto de Pedro no era menos majestuoso. Se había hecho confeccionar a medida un chaqué negro de Ermenegildo Zegna, con levita de un botón y cuello de pico, que había combinado con un pantalón gris marengo de finas rayas. Sobre la camisa de Armani, con cuello italiano y doble puño, llevaba un chaleco cruzado de tres botones, en seda blanca y fileteado en negro, y una ancha corbata de
seda natural azul cielo, que conjuntaba a la perfección con el tono de sus ojos. En el ojal de la levita, exhibía una deliciosa rosa blanca y, en el bolsillo, un pañuelo de seda doblado en V del mismo color que la corbata. Sus zapatos de cordones eran de reluciente piel y tenían un delicado logo de Gucci caligrafiado. Sin olvidar el más minimo de los detalles, Pedro se había colocado en el doble puño de la camisa unos exquisitos gemelos de Cartier en platino y diamante, muy apropiados para la ocasión, que le habían regalado sus padres. Y, por supuesto, también llevaba el reloj Tourbillon Saphir de Bvlgari, de cristal de zafiro transparente y oro blanco, regalo de bodas de Paula, quien le había hecho grabar: «Me tenés atarantada». Estaba muy
apuesto e impecable.


Quedaban pocos minutos para que confirmaran sus votos, que ya habían pronunciado de manera más informal, frente a los testigos y los familiares más cercanos, en la iglesia, puesto que la fe católica sólo aceptaba como legal el
matrimonio en dicho lugar. Sin embargo, para ellos, ésta era la ceremonia oficial, la que habían preparado cuidando cada detalle.


Al ritmo de la marcha nupcial de Mendelssohn, que helaba las entrañas de emoción, Paula llegó al altar, donde Gonzalo entregó la mano de su hermana a Pedro. Con decisión, Pedro la cogió entre las suyas y se la llevó a los labios dejando un suave, generoso y casto beso en ella.


—Te confío al ser más puro y transparente que existe sobre esta tierra, sólo te ruego que la hagas muy feliz.


—Es lo único que deseo Pablo, podés estar tranquilo —le
respondió Pedro y, después, dirigiéndose a Paula, le dijo entre dientes—: Estás increíble, me sorprendiste mucho con el cambio de vestido. —Paula le sonrió arrebatadora.


—Me alegra que te guste, mi amor.


Alejandra y Ana no pudieron evitar derramar lágrimas de
emoción; el sentimiento de una madre es siempre inexplicable y ellas estaban pletóricas y rebosantes de alegría. Horacio cogió de la mano a su esposa e intentó ofrecerle cierta contención, aunque él también la necesitaba, pues ver al último de sus hijos realizar sus sueños lo hacía conmoverse como nunca habría imaginado.


Matias nunca creyó que se iba a enternecer tanto al ver entrar a Paula por el pasillo central y tuvo que secar sus ojos humedecidos.
Ezequiel miró a su amigo, en ese momento, y se le hizo un nudo en la garganta a él también; Paula era como la hermanita menor de ambos y el frío abogado se estremeció al verla, haciendo que cayera su dura coraza. Luciana, acorde a su chispeante temperamento, no paraba de sonreír y, si por ella hubiera sido, se hubiese puesto a aplaudir con desenfreno. Federico y Hernan se miraron cómplices, pues su hermano menor por fin estaba haciendo realidad su oportunidad de empezar a ser feliz.
Ofelia, en el primer banco del salón, era estrujada con cariño por Alison y Lorena; se estaba casando su muchacho más mimado y ella no paraba de llorar con desconsuelo. Ruben miraba a su esposa y disfrutaba de su felicidad, que multiplicaba la de él a la millonésima potencia. Mariana abrazaba a Francisco, que se había arrebujado entre sus brazos, y miraba embelesada a su niñita y a su esposo, que estaban magníficos en el altar. Los abuelos Alfonso se sentían orgullosos de la familia que su hijo había constituido y disfrutaban de ver la unión del último de sus nietos. También estaban allí Guillermina y Patricio,
que había hecho un esfuerzo sobrehumano para subirse al avión, pues el viejo le temía a volar más que a nada en el mundo; pero la niña de su señor Chaves se casaba y no podía perdérselo.

CAPITULO 124



A media manzana de Saint- Honoré, estaba la tienda de
Pronovias donde Paula había elegido comprar su vestido. 


En la página de Internet de esa firma comercial, había visto algunos modelos que le encantaron y concertó una cita. Llegaron puntuales y la gerente las recibió a las tres. Paula pidió ver de inmediato los tres modelos que más le habían gustado y, cuando se los probó, no era capaz de decidirse.


Ana y Alejandra estaban tan emocionadas viéndola vestida de novia, que no paraban de abrazarse y llorar, y tampoco eran muy objetivas. Finalmente, con la ayuda de la vendedora, y cuando su madre y su suegra se serenaron, logró tomar una decisión.




El domingo por la mañana, Paula alegó que le dolía la cabeza y que prefería no salir. Ana también se disculpó aduciendo que iba a aprovechar para visitar a una amiga que vivía en la ciudad, aunque la realidad era otra: ambas
se habían confabulado para no ir a la comida con Renau, dado que el francés había expresado sus intenciones con claridad y había llamado a Paula por teléfono para decirle que no se lo tomase mal, pero que estaba interesado en su
madre. 


—¿Luc, me estás pidiendo permiso?


—No, Paula, sólo deseo ser sincero. Tu madre me gusta y me parece una mujer super interesante.
Sólo necesito su permiso para las intenciones que tengo, pero como tú y yo tenemos un trato comercial, no me gustaría que las cosas se mezclaran y, por eso, he preferido poner las cartas sobre la mesa.


—Pues adelante, Luc; mi madre es mayor de edad y ella
decide sobre su vida.


—En ese caso, ¿podría pedirte que buscaras la forma de que viniera sólo ella a la comida del domingo? —Paula sonreía en silencio al otro lado de la línea telefónica.


—Veré qué puedo hacer, Luc, a veces hay que darle un
empujoncito al destino. Te paso un dato útil: mi madre, por encima de todo, ama el buen humor de las personas. Dicho esto, te deseo suerte.




Alejandra no quería saber nada de ir sola a la comida.


—¡Mamá, no podemos dejarlo plantado! Andá vos, por favor, ¿qué tiene de malo? Yo prefiero quedarme acostada acá o el viaje de esta noche será un suplicio; no logré conciliar el sueño por la migraña.
Ana había quedado con una amiga y, como era su último día en París, no tenía posibilidad para arreglar otro encuentro.


Finalmente, Alejandra accedió y Luc Renau la pasó a buscar por el hotel para ir a almorzar.


—Espero no resultarte atrevido —le dijo el francés saliendo del restaurante—, pero considerando que esta noche os vais, me gustaría decirte que me encantaría que nos volviéramos a ver. Lo he pasado muy bien en tu compañía, Alejandra, tanto en la cena anterior como en esta comida.


—Gracias, Luc, yo también he disfrutado, pero, a nuestra edad, tu proposición suena un poco fuera de lugar.


—¿A nuestra edad? Perdón, Alejandra, pero creo que para los sentimientos no hay edad. Eres una mujer bellísima.


—Gracias —respondió ella y bajó la mirada, mientras paseaban por los jardines del Trocadéro, tras haber almorzado en la Torre Eiffel.


Luc sacó su móvil y le hizo una fotografía por sorpresa. Alejandra sonrió y posó para él con cierta timidez.


—Un pajarito me ha contado que para conseguir enamorarte tenía que hacerte reír, pero cada vez que te ríes, el que se enamora soy yo.


—¡Luc, qué vergüenza! ¿Acaso Paula...? —Él le guiñó un ojo, se aproximó a ella, la abrazó y la besó. Alejandra le siguió la corriente titubeando, pero era imposible ocultar que ese hombre la atraía.


—Lo siento, no pude contenerme. Quiero seguir viéndote,
Alejandra, aunque, en realidad, me encantaría que prolongaras este viaje para que pudiéramos conocernos mejor.


—Debo regresar, pero tengo que confesarte que también me encantaría poder conocerte más profundamente.


—En ese caso, ¿por qué no dar rienda suelta a esta historia? —le dijo el francés y volvió a besarla.


—¡Me siento una quinceañera, Luc! Desde que enviudé no he estado con nadie y ya no recordaba cómo era sentirse así.


—Me ocurre lo mismo. Me quedé viudo hace tres años y, en
todo este tiempo, ninguna mujer me ha provocado esta atracción que siento por ti.





El coche de alquiler que las iba a llevar al aeropuerto las
aguardaba en la puerta del hotel.


Las tres mujeres estaban en el vestíbulo.


—Tranquila, mamá, no te sientas mal por la decisión que
acabás de tomar. ¿Sabés? Me hace muy feliz que hayas optado por quedarte unos días más.


—Debo confesarte que me da un poco de vergüenza, hija mía.


—¡Fuera esa vergüenza, mami! ¡Animate a ser feliz! Realmente te lo merecés. Quizá Luc no sea el indicado, o tal vez sí, pero si no lo intentás nunca lo sabrás. ¡Vamos! ¡Arriba ese ánimo! Te juro que me voy pletórica dejándote acá, en París. —Le guiñó un ojo, la besó y después de despedirse, ella y Ana salieron del hotel rumbo al Charles de Gaulle.