Pedro caminó orgulloso llevándola de la mano hasta que salieron de Mindland. Oscar los llevó hasta el apartamento de la calle Greene.
Entraron y Paula dejó su bolso sobre el sofá, se acercó a la nevera y cogió una botella de agua, que bebió sedienta.
Pedro cerró la puerta de entrada y se encontró con ella en
la intimidad del hogar. Ahí estaban, sólo ellos dos, para vivir la vida.
Él se quedó mirándola de pie, al lado de una de las columnas, con las manos en los bolsillos y una sonrisa de incredulidad en el rostro.
—¿Qué? —Paula dejó de beber para formular la pregunta.
Pedro negó con la cabeza, le guiñó un ojo y le ofreció una
sonrisa franca. Ella estiró su mano para ofrecerle agua, pero él dio la vuelta a la isla de la cocina y, cuando la tuvo cerca, la abrazó por la cintura y la pegó a su cuerpo—.¿No querés agua? —preguntó Paula.
—Quiero beberte entera a vos, Paula; hacés conmigo lo que querés, nena —le susurró con una voz muy sensual y a muy corta distancia.
—Vos y yo aún tenemos que hablar —le advirtió ella.
—Lo sé.
—Bueno, hagámoslo.
—Chis, ahora no quiero hablar.
—¿Y cuándo hablaremos? — Él la besó para hacerla callar,
succionó su labios—. Pedro, nuestras reconciliaciones siempre son al revés, primero tenemos sexo y después hablamos, quiero que charlemos. En la oficina, ya te saliste con la tuya nuevamente.
—No me pareció que estuvieras en desacuerdo. —Ladeó
la cabeza, se quedó observándola y luego continuó—: En la oficina tuvimos sexo, ahora quiero hacerte el amor.
—No me vas a engatusar; hablemos.
—No rompas este momento, Paula, no destroces la magia que nos rodea cuando estamos juntos.
—¿Por qué siempre doblegás mis intenciones y terminás haciendo lo que querés conmigo? —Él le mordió el labio, se rió y se empapó del olor de su cuello.
—¿Eso hago con vos? —Tiró su cabeza hacia atrás mientras sonreía—. No creo que sea así; vos podés ser muy testaruda y también me hacés rogar mucho.
—Hablemos, Pedro.
—Tes-ta-ru-da como estás siendo ahora.
—Actuemos como personas normales y racionales. —La
insistencia de Paula hizo que de los ojos de Pedro empezaran a salir chispazos.
—¿Por qué tenemos que revivir toda esa mierda ahora?
¡Recién nos encontramos! Quisiera borrar de mi memoria los días que acabo de pasar en Francia. ¡Sólo quiero disfrutarte! —Se quedaron mirando, pero él intentó distender su rostro y volvió a hablarle de manera sugerente—: ¡Vamos a la cama, Pau! ¿Cuánto tiempo hace que esperamos para estar juntos? Terminemos con las intromisiones, no permitamos que terceras persona sigan interponiéndose de una forma u otra en nuestra relación.
Ella levantó los brazos y le rodeó el cuello, lo estudió a
conciencia y reflexionó sobre sus palabras. Entonces, haciendo caso a sus miradas ardientes, acortaron la distancia que los separaba — estaban tan cerca que su respiración era una caricia— y empezaron a tocarse. La presión que Pedro ejercía sobre ella la transportaba y la obligaba a beber de esa pasión incontrolable que él le ofrecía.
Provocaron sus bocas, respiraron sus alientos y se embrujaron, una vez más, para acabar perdiéndose en un beso descarriado, vicioso. Se abandonaron al momento, tormentosamente agitados, trémulos.
Sin darse cuenta, Paula relajó tanto la mano con que sostenía la botella que el agua se derramó sobre Pedro
y le provocó un sobresalto que terminó en una carcajada de ambos.
Se apartaron un poco y entonces él se quitó la camiseta hacia adelante, por encima de su cabeza. Hizo un bulto con ella en su mano y, con la otra, cogió la de Paula y la guió hasta el dormitorio. Apartó la colcha y las sábanas y le regaló un guiño seductor. Despedía sensualidad y sexualidad por todos sus poros; para Paula era irresistible.
En el iPod, conectado al equipo de música, Pedro buscó
una canción, giró su cuerpo para mirarla y la pilló admirando la musculatura de su torso desnudo.
Los acordes de la guitarra de Amaury Gutiérrez invadieron la
habitación. El corazón de Paula se paralizó con la letra. Su chico caminó seductoramente hasta donde ella estaba plantada, sonriendo a cada paso, mientras se desabrochaba el vaquero y le dejaba ver el elástico de su calzoncillo y parte de sus caderas.
Se aproximó y le cantó al oído:
¿Quién me puede prohibir
que yo mencione tu nombre?
¿Quién me puede prohibir
que te sueñe por las noches?
¿Quién nos puede dividir si
este amor es diferente?
¿Quién me puede prohibir?
¿Quién va a robarme esos
momentos de felicidad
infinita?
¿Quién va a prohibirme que
te quiera, que tú seas siempre
mía?
Pedro empezó a acariciarle la espalda con zigzagueos ansiosos, hasta que encontró la cremallera de su vestido y la bajó con habilidad, sin parar de cantarle al oído.
Estremecida, las manos de Paula le rodearon la cintura. En ella, comenzaron a despertarse multitud de sensaciones inimaginables; con sólo rozarla, Pedro la embriagaba de placer. Con cada frase que emergía de su boca, Paula se conmovía y temblaba entre sus brazos. Se dio cuenta de lo mucho que lo había echado de menos y comprendió que sólo su proximidad la hacía feliz, íntegra y mujer.
Y aunque haya un muro entre nosotros para mí no
estás prohibida.
¿Quién va a prohibirme que
te entregue lo mejor que hay
en mi vida?
Cuando no quede en este
mundo una persona que te
quiera,
aquí estaré para decirte
que te espero hasta que
muera
y te repito una y mil veces
para mí no estás prohibida.
¿Quién va a prohibirme que
te entregue lo mejor que hay
en mi vida?
Le quitó el vestido y la ayudó a salir de él. Siguiendo la cadencia de la canción, la desnudó por completo; Paula le dejaba hacer,entregada a sus competentes manos y ansiosa por sentir sus caricias.
Con el dedo corazón, Pedro trazó una línea que comenzó en el cuello y terminó en su pubis. Volvió a ascender y le acarició la cicatriz, se inclinó y depositó un beso sobre ella; luego la cogió en brazos y la colocó sobre la cama. Se arrodilló para quitarle los zapatos y le acarició los pies, pero se incorporó sin demora y terminó de desvestirse. Paula lo esperaba con urgencia, las señales de excitación se habían disparado en su piel. Lo siguió con la mirada, recorrió su
musculatura masculina de arriba abajo y, de pronto, se sintió más viva que nunca.
Pedro se tendió sobre ella con cuidado y se apoderó de su cuello; le pasó la lengua y aspiró con fuerza para llenar sus fosas nasales y embriagarse con el olor de su piel, que era una pócima afrodisíaca para él. Yacía fascinado. Se apartó para mirarla a los ojos, le retiró el pelo de la cara y recapacitó mientras la contemplaba en silencio: «No
puedo creer lo que hiciste conmigo, nena. ¿Es esto estar enamorado? No me dejás pensar, te apoderás de todo mi ser, me inutilizás, Paula, ni te imaginás el poder que tenés sobre mí».
Aunque le hubiera gustado gritarlo a viva voz, se lo guardó
para él, como un secreto indescifrable, y optó por besarle
los ojos y la boca. Sin abandonar sus labios, bajó una de sus manos y le acarició el muslo en toda su extensión; entonces, Paula levantó su pierna y le rodeó la cintura. Pedro buscó su pubis y hundió los dedos en su vulva, provocando que ella se ondulara entre sus manos.
«¡Cómo me gusta tenerte así!», pensó mientras intensificaba sus caricias. Paula se abrió más todavía y empezó a gemir sobre sus labios; lo contempló mientras él la besaba y se encontró con la mirada de Pedro, pendiente de todas sus
sensaciones. Él bajó por su cuello y le pasó la lengua entre los senos, atrapados por sus manos. Levantó la cabeza y la miró: la boca de Paula estaba entreabierta y resoplaba anhelante. Pedro tomó un pezón entre los dientes y se lo
mordió; luego lo lamió, giró su lengua sobre él y lo introdujo en su boca.
—Pedro...
Paula dejó escapar su nombre mientras se arqueaba y él siguió descendiendo; le acarició el vientre con la lengua y ella se sacudió.
Llegó a su monte de Venus y se perdió en su olor a sexo; era exquisita y era suya. La probó con su lengua, estaba tan mojada... Su clítoris estaba exageradamente abultado: lo estaba esperando; lo lamió una y otra vez, acariciándolo.
Paula gemía, suplicaba y se encorvaba en su boca. Introdujo uno de sus dedos en su eje del placer, lo perdió en ella y lo giró.
—¿Me extrañaste, mi amor?
—Mucho.
—¿Te gusta así? —Ella abrió los ojos y se incorporó para mirarlo maliciosamente.
—Me encanta. —Se quedó observando cómo él enterraba los dedos en su vagina y luego le habló —: ¿Y vos, me extrañaste? —Pedro levantó la cabeza sin dejar de mover sus dedos.
—¡Te eché tanto de menos! — le contestó con una voz turbia.
Entonces Paula se arrastró hacia atrás y se sentó en la cama, se arrodilló con rapidez y quedaron ambos uno frente al otro. Acercó su rostro al de él y se abrazaron para besarse. Ella le pidió que se recostara y Pedro,
complaciente, se tendió de espaldas en el colchón. Paula reptó sobre él para alcanzar su cuello y le lamió la nuez de Adán; era un rasgo masculino que la perdía. Pedro tragó con dificultad; Paula era la sensualidad, el erotismo, la pasión: era su amor. La tenía cogida por la cintura, ella se movió con prontitud y buscó sus manos, entrelazando sus dedos para llevárselas hacia atrás, mientras seguía besándolo.
Pedro dejó escapar un ronquido, estaba muy excitado. Sin
soltar sus manos, y nublado por la pasión, se giró, la dejó abajo y la miró con tiranía; la tenía a su merced bajo su musculoso cuerpo.
La aprisionó con gusto y se restregó contra la sinuosidad de sus pechos.
Avasallador, se colocó sobre ella y la penetró, lenta y profundamente.
Paula apretó los ojos y dejó escapar un sonido salvaje de su
boca mientras se mordía los labios.
Él la observaba, perdido en su abismo; su vagina contenía su sexo en perfecta unión, se ajustaba de manera magistral a su pene.
—Look at me, baby —le pidió suplicante para que Paula abriera los ojos.
Comenzó a moverse sin dejar de admirarla. Con su repetitivo
vaivén, le acariciaba su cavidad, acometiéndola una y otra vez. Bajó la cabeza y le acercó los labios al oído, sin dejar de contonearse en su interior, y volvió a cantarle:
¿Quién va a robarme esos momentos de felicidad infinita
¿Quién va a prohibirme que te quiera, que tú seas siempre
mía?
La besó, sin parar de entrar en ella; la atiborraba con su pene, la llenaba, la amaba.
—Te amo, mi amor —le dijo ella cuando él se apartó, por un
instante, de su boca.
—Nena, yo también, más que a mi vida.
Se corrieron juntos; Paula gritó ahogadamente su nombre y él gruñó mientras se descargaba inundándola con su bálsamo.
Hubiese querido dejarse caer sobre ella, pero aún seguía
tratándola como si fuera de cristal.
Se colocó de costado y la arrastró contra él. La canción continuaba sonando.
—Me encanta este tema, no lo conocía.
—Te lo dedico íntegro. Creo que resume todo lo que nos ha
estado pasando —le dijo y le besó la nariz—. ¿Aún querés que hablemos? —Paula se perdió en la inmensidad de su mirada azul.
—No. —Le acarició las cejas y bajó hasta el arco de Cupido de sus labios—. Este momento fue demasiado hermoso como para que permitamos que otras personas se entrometan en nuestras vidas. — Pedro sonrió con satisfacción.
—Nunca dudes de lo que siento por vos, Paula. Mi amor es
tan grande que no me alcanzan las palabras para explicarlo.
—Vos tampoco dudes de mí, Pedro, sos todo y más en mi vida. Te amo más allá de la razón. Dejame que te diga esto y no tocaré más el tema: cuando recibí ese mensaje y la foto se me desgarró el corazón, no me entraba en la cabeza que me hicieras una cosa así.
—Ni por un instante, se me cruzó por la mente engañarte. Pero dijimos que no arruinaríamos este momento maravilloso. Me ha encantado volver a hacerte el amor;
echaba mucho de menos tu cuerpo.
—A mí también me gustó mucho, fue asombroso volver a
sentirme tuya.
—Sos mía en cuerpo y en alma.
—Sí, mi vida, soy toda tuya y vos sos mío, sólo mío.
—Sólo tuyo, todo tuyo. —Pedro se movió y apagó la música con el mando a distancia—. Me muero de hambre —le dijo, rompiendo la magia del instante y en ese preciso instante sus tripas hicieron un sonido—. ¿Ves? No te miento.
—Se rieron. —¿Qué querés comer?
—Cualquier cosa, preparemos unos sándwiches. ¿Habrá algo en la nevera?
—De todo. Ayer le pasé una lista de la compra a la señora
Doreen por teléfono y hoy surtió el refrigerador y la despensa.
—¡Ah, eso significa que me esperabas! —Le hizo cosquillas.
—¡No, Pedro, no, por favor! — le suplicaba entre carcajadas, pero él no paraba—. ¡Sí, sí, te esperaba!
Puse en orden toda la casa para tu regreso. —Él detuvo las cosquillas.
—Pero ¡me hiciste sufrir todos estos días sin hablarme!
—Para que aprendieras que no debés dejar entrar zorras a tu habitación y menos permitirles que se desnuden. Estoy segura de que la miraste... Mejor no me hagas acordar. —Pedro la colocó de espaldas y se sentó a horcajadas
sobre ella.
—No la vi ni un poquito —le dijo en tono guasón—, ni siquiera sé si sus tetas son grandes o pequeñas.
—¡Encima te hacés el chistoso! —Paula le atizó un golpe
con el puño cerrado en el abdomen que lo pilló desprevenido.
—¡Eso dolió! —se quejó Pedro con unos ojos abiertos como platos.
—¡Jodete! Te lo merecías.
—Te amo, nena, te amo
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