jueves, 28 de agosto de 2014
CAPITULO 154
Tres meses después...
—Paula, ¿estás lista? ¡Es tarde y nos espera el agente inmobiliario!
Pedro había entrado en su despacho con cierta inquietud y ella le hizo señas de que esperase, que terminaba en seguida con la llamada telefónica que estaba atendiendo.
—Señor Alfonso, cuánta urgencia, parece usted muy ansioso.
—Perdón, pero creo que anoche la ansiosa eras vos —
inclinó la cabeza y levantó una ceja —. Cuando llamó Anne Rosen confirmando la cita, tuve la sensación de que no dejarías de hablar de la casa, ¿ya se te pasó el entusiasmo?
—¡No, amor! ¡Qué ocurrencia! Sólo que vamos bien de tiempo,tranquilo.
Se abrazaron y se dieron un cálido beso; luego, Pedro se inclinó y también besó su barriga.
Salieron de Mindland; Oscar los esperaba afuera para llevarlos hasta Great Neck. Emprendieron el viaje por carretera y, en menos de treinta minutos, llegaron al lugar: el número 30 de Lighthouse Road.
Oscar giró en una rotonda y atravesó el portón de hierro de la entrada.
—¡Guau! Me gusta la piedra con la que está revestida la fachada, ¿y a vos?
—A mí también, Pau, es una casona de estilo americano muy suntuosa; a mí me agrada especialmente la puerta de acceso a la residencia.
La agente inmobiliaria los esperaba en la entrada. Pedro bajó primero y fue a ayudar a Paula. Se acercaron de la mano a Anne Rosen, que los saludó muy cordialmente.
—Buenas tardes, señor y señora Alfonso, adelante.
Ambos le estrecharon la mano y la siguieron hasta el interior de la casa.
La mujer les flanqueó la entrada y penetraron en un vestíbulo con el suelo de madera de pino tea en un tono claro que parecía impecable. Desde allí se podía acceder a la cocina y a los dormitorios. Frente a ellos, había dos imponentes columnas que delimitaban la entrada al salón
principal, que tenía una vista increíble de Long Island Sound; a lo lejos, a través de los amplios ventanales, podían divisarse el muelle y los veleros navegando en la lejanía.
Mientras la mujer les hablaba de las texturas y acabados
de la casa, Paula apretó la mano a Pedro emocionada. La construcción era un gran mirador; las paredes, hechas con paneles vidriados, les daban una panorámica inmejorable de toda la ribera. Anne, toda una experta en ventas, les hablaba sin respiro y se deshacía en esfuerzos para explicarles las características del lugar, pero ellos se habían quedado obnubilados con la imponente imagen del atardecer neoyorquino. La agente inmobiliaria los guió por todas las estancias de la casa, recorrieron los amplios dormitorios, el estudio, la moderna y muy bien equipada cocina, que tenía una isla central con taburetes altos y desde donde se accedía al comedor formal y al diario, dos exquisitos miradores íntegramente vidriados y con techos artesonados.
El comedor diario tenía dos puertas por donde se salía a la terraza de piedra caliza que bordeaba la casa, con jacuzzi exterior y piscina.
Recorrieron la terraza, pasaron por la barbacoa y, cuando llegaron al otro extremo, se metieron en una piscina cubierta y un gimnasio que, a su vez, comunicaba con una pista de baloncesto también cubierta.
Paula no paraba de darle apretones de manos a Pedro cada vez que entraban en un nuevo ambiente y él se los devolvía guiñándole el ojo.
Mientras tanto, seguían en silencio y escuchaban a la vendedora con mucha atención. Al final del recorrido, fueron hasta el garaje, que tenía capacidad hasta para cinco coches y que separaba la casa principal de la de los empleados domésticos. La vivienda destinada para el personal de servicio era mucho menos suntuosa, pero seguía las líneas de la casa y sus acabados, y contaba además con un salón bastante extenso, una cocina comedor, dos dormitorios bastante amplios y un lugar destinado para el lavado. Volvieron tras sus pasos por la terraza y descendieron los escalones para ir hasta la pista de tenis. Tras recorrerlo todo, y como faltaba muy poco para que el sol se terminara de esconder, Anne se disculpó y se alejó, dejándolos solos durante unos minutos, para encender las luces interiores de la casa. Ellos caminaron por el prado, pasaron por un estanque y,
finalmente, llegaron a la zona de la playa privada.
—Pedro, me encanta este lugar. A vos, ¿te gusta?
—También me fascina.
—Mi amor, definitivamente, creo que acá es donde quiero que crezcan nuestros hijos, esto es... — las palabras le fallaban por la emoción— es hermoso.
Se estrecharon y se besaron bajo el cielo purpúreo, con mezclas de rojo y anaranjado, y así permanecieron en silencio durante un buen rato. El sol se perdía en el horizonte y la brisa marina agitaba sus cabellos; de fondo, se oía el murmullo del oleaje. Poco a poco, a lo lejos empezaron a distinguir las luces de la ciudad en la orilla contraria del río. Pedro la abrazó por detrás, mientras le acariciaba el abultado vientre de cuatro meses.
—¿Te gusta de verdad, Paula? ¿Querés que la compremos?
—Yo quiero, pero ¿vos querés? Ésta es una decisión que
debemos tomar entre los dos.
Quiero saber tu opinión, pues yo estoy demasiado embelesada por esta postal que tenemos enfrente.
—Mi amor, me encanta la paz que se respira, creo que es el lugar perfecto para disfrutar de nosotros y de nuestros retoños, para que crezcan rodeados de naturaleza.
—Entonces, ¿la compramos?
—La compramos, señora Alfonso.
Paula largó un gritito.
—¿Lo notaste?
—¿Qué?
—¡Se han movido! ¡Los bebés se han movido!
—No me di cuenta, ¿estás segura?—
Te digo que sí, Pedro, sentí claramente cómo se movían, ¿y
ahora? ¿Lo notaste? Se movieron otra vez.
—Sí, ahora sí, en mi mano derecha. —Pedro abrió los ojos
como platos y, de pronto, soltó una carcajada—. ¡Ahora en mi otra mano! Ambos se reían; Pedro la giró y se acuclilló para besarle la barriga.
En ese instante, los bebés volvieron a moverse sobre sus labios.
—Creo que están felices porque vamos a comprar la casa —
afirmó Paula—. Fue increíble cómo se movieron y me emociona mucho que también los hayas podido sentir vos.
—¡Hey! Papá y mamá les comprarán una casa muy bonita
para que puedan corretear y jugar bajo el sol y, además, ¿saben una cosa? Voy a contarles otro secreto: estoy seguro de que la cabecita de mamá ya va a mil por hora pensando en cómo decorarles las habitaciones.
Paula se carcajeó mientras él le hablaba a su barriga.
—¡Cómo me conocés, mi amor! —Ella le hundió los dedos en los mechones del cabello—. No he parado de imaginarlo desde que entramos. Habrá que comprar muchos muebles para llenar semejante casa.
Pedro se levantó y le rodeó la cintura con las manos,
descansándolas en la redondez del nacimiento de sus prominentes nalgas.— ¡Uf!, creo que no le costarán mucho trabajo salir de compras, señora Alfonso, ¿verdad? — Entrecerró los ojos y frunció la boca—. Presiento que se sentirá a sus anchas con esa labor. Me atrevo a asegurar sin temor a equivocarme que será una gran tarea para usted.
—¡Sí!, creo que será algo muy placentero. —Lo cogió por la nuca y apresó sus labios. Pedro le devolvió el beso gustoso y se acariciaron las lenguas con mucho mimo—. Pero quiero que lo hagamos juntos.
—Hum, pero será tu casa, mi amor, quiero que esté todo a tu gusto. —No, Pedro, será nuestra casa.
Ansío que todo lo que pongamos en ella nos agrade a ambos para que la sintamos propia. —Él sonrió y le encajó un sonoro beso.
—Por supuesto, sabés que no puedo negarme a ninguna petición tuya.
—Te amo, Pedro.
—Te infinito. —Volvieron a besarse y Paula sintió de nuevo un movimiento en la barriga. Ambos sonrieron y luego miraron hacia la casa, que ya sentían como su hogar.
Una emoción infinita los invadió pues, con todas las luces
encendidas, parecía muchísimo más majestuosa.
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