lunes, 11 de agosto de 2014

CAPITULO 98



—¿Pedro, te dormiste? —Se habían quedado en silencio.


—No —contestó él con la voz bastante adormilada—, pero falta poco. Sabés que me encanta que me toques el cabello, me relaja.


—Creo que estás muy cansado, fueron demasiados días
durmiendo mal en el hospital.


—Chis, seguí jugando con mi pelo.


—Tengo hambre, debería comer algo, acordate que debo
consumir alimentos en pequeñas cantidades.


—¿Qué querés comer?


—Quedate descansando, voy a la cocina y a ver qué encuentro.


—De acuerdo, creo que aceptaré tu propuesta.


Pedro estaba muy aletargado, así que no se opuso al ofrecimiento; se acomodó en su lado de la cama se abrazó a la almohada, mientras Paula se levantaba despacio. Ella
fue al baño primero y luego salió hacia la cocina. Allí se encontró con Berta, que estaba empezando a preparar la comida.


—¿Necesita algo, señorita?


—Hola, Berta, busco alguna cosa para comer. No sé si Pedro le explicó que tengo que ingerir pequeñas cantidades cada tres o cuatro horas, para poder asimilar bien los alimentos.


—Sí, no se preocupe. Él ayer me dio todas las indicaciones y le he preparado compota de frutas y gelatina; también tiene frutas frescas, porque él me dijo que es lo que más consumía entre comidas.Para el mediodía, le estoy
cocinando un pescadito marinado y vegetales frescos.


—Hum, suena tentador.


—Se va a chupar los dedos, señorita, se lo estoy preparando con mucho amor.


—Gracias, Berta, es usted muy amable


—Dígame qué quiere comer ahora y en seguida se lo preparo, señorita Paula.


—No se preocupe, Berta, yo me sirvo. No quiero atrasarla en sus quehaceres, además, está cocinando para un batallón. —Paula le acarició la espalda—. Y dígame Paula a secas, ese «señorita» nos impone una gran distancia.


—Usted no me retrasa.


Paula seleccionó algunas frutas de las que estaban en la
encimera y las acomodó en un plato que sacó del compartimento donde Berta le indicó que se guardaban, y
en uno de los cajones, consiguió un cuchillo y se sentó a la mesa de la cocina; mientras comía, miraba embelesada el paisaje marítimo.


—¿Cuánto hace que trabaja acá, Berta?


—Ocho años. ¿Sabe? Mi marido es el primo de Ofelia.


—¿En serio? ¡Mi viejita querida! Adoro a Ofelia.


—No vaya a creer que andamos chismorreando, pero ella
también la quiere mucho a usted. No sé si lo sabe, pero el señor Pedro es su preferido.


—Sí, claro que lo sé.


La mente de Paula empezó a ir a mil: «Berta también debió de conocer a Julieta. ¿Habrá venido muchas veces con Pedro acá? Tal vez podría preguntarle. No, no quedaría bien».


—Señorita Paula, le presento a mi esposo, Felipe. —La voz de la sirvienta la hizo salir de su abstracción.


—Un gusto, Felipe —se limpió las manos y le ofreció una a
modo de saludo.


—El gusto es mío, señorita.


—¿Ustedes son mexicanos, como Ofelia?


—Sí, de ahí mismito.


—Yo soy argentina.


—¡Ah, como la señora Ana! —acotó Felipe.


—Sí, claro, como ella.


Felipe se disculpó y se retiró para seguir con sus tareas.


—¿Viene muy seguido la familia, Berta?


—Durante los primeros años sí, pero cuando compraron la casa de Los Hamptons, dejaron de hacerlo. Mientras hacían las remodelaciones, la señorita Luciana venía a menudo, pero luego ya no. Los demás, cada tanto, se pasan por acá algún fin de semana, pero quien más la usa es el señor Pedro.


—Ah, y... ¿viene solo?


—Suele venir con el señor Mikel.


«Canallas —pensó Paula—, deben de salir de andanzas. Dale, animate, Paula y preguntale en confianza.»


Tomó coraje y formuló la pregunta:


—¿Con la señora Julieta venía seguido?


—¿Por qué no me preguntás a mí en vez de a Berta? —Pedro entró en la cocina, descalzo y con el pelo revuelto.


—¡Pedro! Creí que dormías.


—No, sólo dormité un rato. — Se apoyó en la mesa y en el
respaldo de la silla y le dio un ruidoso beso en los labios. Cuando se apartó, Paula le introdujo una fresa en la boca y ambos determinaron dejar el tema de lado.


—Están todos en la piscina, ¿vamos para allá?


—Dejame ponerme ropa más cómoda.


Paula quiso recoger el plato, pero Berta no se lo permitió.


—Berta, cuando nos vayamos a la terraza, ¿podrías acomodar nuestras prendas en el guardarropa?


—Por supuesto, señor Pedroyo me encargo.


—Muchas gracias.


Se metieron en el dormitorio para cambiarse.


—¿Te coloco un parche impermeable para proteger la
herida? ¿Por si querés que entremos en el jacuzzi?


—¿Los trajiste? —Él se los enseñó—.Pedro, sencillamente,
pensaste en todo, mi amor. —Le tiró un beso y él le guiñó un ojo—. ¿Y este traje de baño? Esto no es mío. —Sacó un bañador entero de entre sus pertenencias.


—Sí es tuyo, Luciana te lo compró para que la herida no
quedase expuesta con tu biquini. — Ella lo miró asombrada—. Cuando llamé al doctor, me dijo que la protegieras del sol. Creo que debe de haber otro más; si no te gustan
después nos vamos de compras y elegís un par a tu gusto.


—O sea que todos eran cómplices en esta sorpresa. Y vos
anoche me mandaste a hablar con Luciana por teléfono, vení acá.


Lo llamó con el dedo índice y su requerimiento fue casi una orden para él, que se aproximó a ella sin chistar. Tenía los vaqueros desabrochados y se había quitado la camiseta; estaba muy sensual. Ella se sentó en el borde de la cama—. Ayudame a quitarme los pantalones.


Pedro la asistió y aprovechó para besarle las piernas.


—Hum, adoro el aroma de tu piel. —Le sonrió con picardía—.¿Necesitás más ayuda?


—El parche impermeable —le dijo Paula con voz seductora
mientras se quitaba la blusa y le enseñaba dónde colocárselo.


—Estoy tan caliente, Paula, que hasta ponerte el parche me
resulta excitante. —Se carcajearon


—. Listo. ¿Vas a colocarte la faja?


—Debería.


—Sí, deberías.


Pasaron el tiempo en la terraza, disfrutando del sol de
Miami. Almorzaron ahí y luego siguieron gozando del relax al que se habían entregado. Pedro y Paula no pararon de mimarse, recostados en la pérgola junto a la piscina.


—¿Estás cansada?

—Un poquito.


—Hoy anduviste mucho.


—No fue tanto, pero aún no estoy recuperada del todo, no les puedo seguir el ritmo.


—Chis, cerrá los ojos, dejame acariciarte así. —Le masajeó la frente, las cejas, le besó los ojos y le recorrió la nariz—. ¿Qué estabas preguntándole a Berta cuando entré en la cocina? —Paula abrió los ojos y lo miró fijamente.


—No me acuerdo.


—Mentirosa, te acordás muy bien. Le estabas preguntando si yo venía a menudo acá con Julieta.


—Si lo sabías, ¿para qué me preguntás? Es de mala educación escuchar tras las puertas.


—Es de muy mala educación interrogar al personal doméstico sobre cosas pasadas.


—Precisamente por eso, como no te gusta hablar del pasado, me animé a preguntarle a Berta.


—¿Y por qué querías saber eso?


—Primero decime vos y yo después te digo el porqué —
contestó ella. Él le dio un beso en los labios.


—Aunque no me creas, Julieta nunca durmió acá.


Pedro, me estás mintiendo,¿tanta cara de estúpida tengo? ¿Cómo puede ser que, en tantos años, nunca se hayan quedado en esta casa?


—No te miento, a ella no le caía bien mi familia.


—Pero ¡si tu familia es fantástica! —Paula abrió todavía
más los ojos; sus manos estaban entrelazadas y jugaban con sus dedos—. ¿Qué problema había entre ellos? —Recordó la conversación que había tenido con Luciana.


—Julieta siempre creyó que ellos no la querían.


—¿Y era así?


—Pues un poco sí y un poco no, pero creo que en realidad ella no se hizo querer demasiado.


El rictus de Pedro evidenciaba su incomodidad, se mordía el
interior de sus mejillas y de los labios.


¿Te incomoda que hablemos de esto? —Ella le apartó el pelo de la frente.


—Sí, Paula, pero quiero ser sincero con vos y, si es lo que
querés saber, necesito que te enteres por mí. No me gusta que tengas que preguntarle al personal doméstico sobre mi vida privada.


—Lo siento, estuvo mal, tenés razón, pero Berta dijo que vos
venías con frecuencia.


—Pero Berta se estaba refiriendo a esta última época,desde hace dos años; antes, cuando venía, nunca lo hacía con ella. Y si viajábamos a Miami juntos, íbamos a algún hotel. Yo pensaba que si ella no quería dormir en el ático cuando estaba mi familia, no era adecuado que viniéramos cuando
ellos no estaban. Como mucho, si mi familia estaba en la ciudad, nos acercábamos a almorzar. ¿Sabés?
Creo que Luciana tiene razón y, aunque me duela reconocerlo, ella quería alejarme de mi entorno, así sentía que me controlaba más.


—¿Por qué permitías eso?


—No lo sé, Paula, hice muchas cosas estúpidas en mi vida.
Ahora es tu turno, ¿por qué querías saber si yo venía acá con Julieta?


—De pronto, te imaginé aquí con ella y me sentí celosa —le
acarició la boca, esa boca que la perdía y la extasiaba, y le recorrió el medio corazón y lo deseó—. Pensé que ella podía haber estado acostada en la misma cama que yo, que le habías hecho el amor por toda la casa, como me dijiste que
me lo harías a mí. En el apartamento de Nueva York, sé que
no estuvo. Lo siento, nunca antes me había pasado esto que me ocurre con vos. —Cuando ella nombró el
apartamento neoyorquino, Pedro recordó el revolcón que se había dado con Rachel en el sillón y supo que, tarde o temprano, iba a enterarse, sobre todo con el juicio a
la vuelta de la esquina.


—No puedo borrar el pasado, mi amor, pero si te deja más
tranquila, mi relación con ella no se pareció en nada a la que tenemos nosotros.

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